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viernes, 7 de octubre de 2011

PERU - Independencia y Economía (1810-1825)

La Independencia y su costo económico

La Independencia fue una pésima empresa económica. ¿El principal perjudicado? Nuestro bisoño país.

Por Juan Luis Orrego

Revista Ideele, no. 211, Lima, setiembre 2011

Antes de que se desataran las guerras de la Independencia, en la década de 1810, la economía virreinal no andaba del todo mal. Es cierto que había una crisis agrícola, sobre todo en la costa, que se arrastraba del siglo XVIII, pero la minería y el comercio pasaban por un relativo auge. Si bien las reformas borbónicas afectaron los intereses de los comerciantes limeños, éstos todavía controlaban los mercados del Perú, el Alto Perú y, en cierta medida, los de Santiago y Quito. La minería, por su parte, se había recuperado gracias a la producción de plata en los yacimientos de Cerro de Pasco (sierra central), Hualgayoc (Cajamarca) y Huantajaya (Tarapacá).

Pero esta economía aparentemente estable comenzó a desplomarse por la revolución independentista. En primer lugar, los comerciantes del Tribunal del Consulado empezaron a desfinanciarse por la cuantiosa ayuda que tuvieron que entregar a la contrarrevolución desde los tiempos del virrey Abascal; la Corona nunca devolvió los préstamos. Luego, la misma guerra destruyó muchos centros productivos como minas, obrajes y haciendas. Finalmente, la población, tanto los de mayor fortuna como los más pobres, se vio obligada a dar cupos de guerra durante los años que duró la lucha.

Como se recordará, durante este tiempo dos ejércitos —unos 20 mil hombres— transitaban por el país. Había que alimentarlos, vestirlos, armarlos y pagarles. El dinero y los productos para sostenerlos salieron de los propios peruanos. Cabe mencionar que España nunca ayudó económicamente al ejército realista. De hecho, la guerra fue una sangría económica para el Perú, una situación de la que tardaría muchos años en recuperarse.

La Independencia tuvo un costo económico muy alto para el país. La separación de España no trajo, como soñaban los liberales, el auge comercial que se esperaba por la eliminación de las restricciones mercantiles. La producción decreció; virtualmente se perdieron los antiguos mercados como el Alto Perú, Chile y Quito; el crédito escaseó, y la renta per capita tardó en recuperarse. Esta pérdida de mercados erosionó considerablemente a la agricultura costeña y a sus terratenientes. Además, la vida política, inestable y, por momentos, corrupta, no garantizaba ningún tipo de inversión.

En 1834, por ejemplo, el cónsul británico Belford A. Wilson informaba a su Gobierno lo siguiente: “Sobre la existencia de este Sistema de Soborno, yo simplemente creo que ningún funcionario público en el Perú se halla completamente exento, algunos pueden ser conquistados a menos precio que otros, pero todos, desde el último Presidente, el General Gamarra para abajo, están infectados con este vicio. La justicia en el Perú ha sido hasta ahora, y parece que continuará siendo, alcanzada tan solo por el soborno”.

El desorden era tal que ningún gobierno pudo implementar un modelo económico claro; menos un presupuesto. Los ingresos más importantes con los que podía contar eran las rentas de aduana, el tributo de los indios y los “cupos” de guerra que levantaban los caudillos. Es lógico suponer, además, que el principal gasto que debían hacer los regímenes de entonces fue el orden interno, es decir, garantizar su permanencia en el poder. El crédito externo, por último, estaba suspendido.

La crisis de la agricultura, actividad a la que se dedicaba la mayor parte de la población, se había acentuado. Muchas haciendas habían sido destruidas por las guerras y perdieron trabajadores. En la costa, por ejemplo, cientos de esclavos aprovecharon la presencia de los ejércitos libertadores y se enrolaron en la lucha bajo la promesa de conseguir su libertad. Los hacendados tuvieron que sobrevivir con solo algunos esclavos, peones libres e indios yanaconas. Por ello, los viajeros que recorrían la costa compararon su agricultura con la Venus de Milo: carecía de brazos.

Otro problema de los hacendados era la escasez de crédito. Tuvieron que depender, cuando podían, de los préstamos costosos (alrededor del 18%-24% anual comparado al 4%-6% anual de los censos durante el Virreinato) de los comerciantes usureros o prestarse entre ellos mismos. En la sierra, la agricultura, tanto para los gamonales como para las comunidades indígenas, quedó en un nivel casi de subsistencia. Todo esto demuestra que los hacendados, por su debilidad económica, no pudieron convertirse en grupo dirigente y tuvieron que cobijarse en los caudillos para defender sus intereses.

Por su lado, la minería, luego de colapsar por las guerras independentistas, se recuperó lentamente. Antes de la aparición del guano, fue el sector más importante de la economía y, al igual que en los tiempos virreinales, la plata su principal producto de exportación. Pronto se reabrieron las minas de Cerro de Pasco, Hualgayoc y otras más pequeñas en Puno y Arequipa. La producción de Cerro de Pasco era la más importante, con cerca del 70% del total nacional entre 1840 y 1843, su momento más auspicioso, cuando llegó prácticamente a igualar los niveles más altos de la producción tardío-colonial. Pero, al igual que los agricultores, los mineros tuvieron que sufrir el problema de la escasez de capital. No hubo, como en el Virreinato, “bancos de rescate” (instituciones de crédito a largo plazo formadas con protección estatal y administrados por el gremio minero) que apoyaran a las minas. Tuvieron que depender del crédito usurero de los comerciantes. Pero los mineros solo recibían crédito a corto plazo de los prestamistas de Lima, y únicamente para la comercialización del mineral. La inversión a largo plazo en la minería no era parte de las actividades financiadas por los comerciantes. Dicha inversión era esencialmente autofinanciada por los mineros.

Otro problema fue el suministro de mercurio, insumo básico para la purificación de la plata: a partir de 1830 tuvo que ser importado de España, porque las minas de Huancavelica habían cerrado. Esto encarecía aun más los costos de producción. Los mineros también tuvieron que recurrir a los militares para defender sus intereses y se vieron obligados sistemáticamente a dar cupos de guerra.

Los comerciantes, básicamente los de origen extranjero, fueron los únicos que gozaron de una situación relativamente cómoda. En un inicio, los traficantes británicos aprovecharon la Independencia e inundaron el mercado peruano con sus mercancías. Pero hacia 1825 y 1827 el mercado se saturó y las importaciones se estancaron. Los británicos perdieron cerca de un millón de libras esterlinas en su primera aventura con el mercado peruano. Muchos se desalentaron y quebraron. Solo las casas comerciales con experiencia y solidez previas, como la Casa Gibbs & Sons, instalada desde antes de la Independencia (1818), subsistieron.

Las cifras que conocemos nos indican que en 1824 había solo 240 ingleses residentes en Lima, 20 casas comerciales de esa nacionalidad en la capital y 16 en Arequipa. Estos números se redujeron en los próximos años. Los pocos comerciantes que se quedaron se beneficiaron de la importación de artículos de lujo y, sobre todo, prestando dinero, con altos intereses, a los mineros, a los hacendados y al propio Estado. Entre 1830 y 1860, por ejemplo, tuvieron los mejores ingresos, pues sus ganancias se incrementaron entre un 50% y un 60%.

Por último, si hablamos de regiones, solo Arequipa y la sierra sur tuvieron una economía expectante. Allá, comerciantes nativos y extranjeros, terratenientes y ganaderos, lograron establecer una economía regional sólida gracias a la exportación de lana de oveja y de auquénidos al mercado británico por el puerto de Islay. El control de este capital mercantil le dio a la élite arequipeña una importante capacidad económica y política. No en vano muchas de las luchas entre los caudillos se resolvían en los alrededores de la Ciudad Blanca. Por ello, esta región y su élite se desarrollaron independientemente y, con frecuencia, en oposición a Lima. Esto explica el apoyo de Arequipa a la Confederación Perú-Boliviana, proyecto que ampliaba su mercado y su influencia política.

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* Tomado de: http://www.revistaideele.com/content/la-independencia-y-su-costo-econ%C3%B3mico

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Independencia sí, Revolución no

Por Carlos Contreras Carranza

*El autor es profesor del Departamento de Economía de la PUCP.

Revista Ideele, no. 212, Lima, octubre 2011

Con el ánimo de despertar un debate que atraiga el interés sobre el próximo bicentenario de la Independencia, quisiera discutir algunos planteamientos del artículo que mi colega Juan Luis Orrego publicó en la Revista Ideele recientemente.

De modo sucinto, él propone que la independencia fue un mal negocio para el Perú, porque la conmoción política que significó trajo abajo el proceso de crecimiento económico que se venía dando, así como desarticuló el mercado sudamericano que la economía peruana había venido abasteciendo.

Sin duda, los hechos que reseña son casi todos ciertos: la minería de metales preciosos declinó después de 1821, como casi todas las actividades productivas y comerciales, y en vez de los mercaderes peninsulares y los virreyes se instalaron los comerciantes ingleses y unos gobiernos corruptos que hicieron extrañar a muchos el tiempo de la dominación ibérica.

Primero, hay una cuestión de cronología que discutir: la crisis de la producción minera y del comercio, que parecieran ser los elementos gravitantes del conjunto de la economía del virreinato peruano en esa época, no “comenzó a desplomarse por la revolución independentista”, como plantea el artículo. Esta decadencia comenzó antes, aproximadamente hacia 1800; vale decir, una década antes de que comenzaran los desórdenes políticos y militares que culminaron finalmente en la independencia de los dominios hispanoamericanos. Los trabajos de Alfonso Quiroz, John Fisher, Kendall Brown, John TePaske y los míos han precisado que el largo ciclo de crecimiento económico iniciado hacia mediados del siglo XVIII terminó hacia el cambio de centuria.

No son claras las razones de este bache; se proponen causas como la excesiva presión fiscal impuesta por la Corona española, que requisó el ahorro y desalentó los esfuerzos de los empresarios, o la falta de capitales que impulsasen el cambio técnico que necesitaban las minas y la producción agropecuaria. No había bancos en la época, y el dominio español impedía la llegada de inversión de otras naciones. El hecho es que la guerra de independencia comenzó sobre una economía ya decadente, sin haber sido ella la causa de su decadencia. Sin duda, sí contribuyó a desmoronar lo que tras diez años de estancamiento había quedado debilitado.

Segundo, y, creo, lo más importante: toda revolución política genera en el corto plazo efectos económicos adversos. Los inversionistas se asustan, los empresarios enfrentan todo tipo de dificultades y los trabajadores resultan reclutados por las luchas sociales o militares, con lo que se desvían los recursos de la producción. Los ejércitos de la coyuntura de la Independencia de uno y otro lado fueron, como afirma Orrego, fuerzas depredadoras que arrasaron con las mulas, provisiones, pólvora y bastimentos de las haciendas, pueblos y asientos mineros por donde pasaban. Pero estos efectos negativos suelen ser compensados en el largo plazo con el cambio político que la revolución trae consigo, de modo que el balance económico que al final dejan las revoluciones en la historia (no todas, por cierto) ha sido positivo.

La propiedad de la tierra, de las minas, de los negocios y del capital suele cambiar de manos. La idea es que dejen de ser de la clase rentista o de la élite más tradicional y pasen a las de una nueva, más emprendedora y preparada para encarar las reformas que permitan un nuevo impulso y crecimiento de la producción.

La tragedia de la independencia en el Perú es que este cambio político no sucedió. Las haciendas, los esclavos y las minas cambiaron de manos, pero no de espíritu ni de hábitos. Salieron de las manos de comerciantes y empresarios “chapetones” y fidelistas, para entregarse a las de generales y caudillos criollos y mestizos (que, en varios casos, eran “patriotas a la derniere”), sin que se alterase la estructura social del país. Éstos ocuparon el lugar de aquéllos, sin que su preparación o su motivación ofreciesen un mejor desempeño económico. La esclavitud se mantuvo por treinta años más, los latifundios y las minas no cambiaron su método de producción, y si no fuera por el hallazgo del guano, probablemente la República se hubiese desintegrado en un Perú del norte y uno del sur.

No es que la Independencia haya sido un error, como podría colegir alguien del artículo de Orrego, sino que su complemento necesario para que cobrase un significado económico positivo, la revolución social, no ocurrió. Tal vez el fracaso de esta revolución tenga que ver con lo que Heraclio Bonilla y Karen Spalding llamaron hace cuarenta años “la independencia concedida”. No hubo en el Perú una élite nacional con la autoridad moral y la capacidad económica y organizativa para encabezar la ruptura con el poder colonial y fundar la nueva nación, de modo que la separación del imperio español tuvo que ocurrir, en el caso del Perú, en paquete con todo el continente. Pero como decían Flores-Galindo, los estudios de Carmen McEvoy y Cecilia Méndez (en el título de uno de cuyos trabajos me inspiro para titular este comentario) y otros colegas vienen refrendando, en la propia coyuntura de la guerra de independencia —que fue bastante larga— hubo oportunidad para que brotasen nuevas ideas políticas y alianzas sociales que habrían permitido que ese pecado de origen quedase al final como una anécdota.

Otra habría sido la solución a la chilena: romper con España pero dejando a todos los españoles dentro; vale decir, sin expulsar a la élite económica ni requisar sus negocios. Sin duda, el resultado económico hubiera sido mejor que el que tuvimos. Al final el Perú, como colectividad, tomó la peor de las soluciones: cargar con los costos de la conmoción política sin cobrar sus beneficios.

Ahondar en el estudio de la guerra misma, en todas sus dimensiones, contribuirá seguramente a entender por qué el cambio social, que en un momento pareció inminente y hasta radical, no se produjo, o se enrumbó por caminos que no favorecieron la integración social y el mejoramiento de la economía.

De momento cabe agradecer a Juan Luis Orrego por haber propuesto un texto provocador y reflexivo.

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* Tomado de: http://www.revistaideele.com/content/independencia-s%C3%AD-revoluci%C3%B3n-no

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