Espacio virtual creado realmente por Nicanor Domínguez. Dedicado a la historia del Sur-Andino peruano-boliviano.

domingo, 22 de marzo de 2009

Antonio Domínguez Ortiz (1909-2003)



Don Antonio Domínguez Ortiz (Sevilla, 1909-Granada, 2003)

= = = = = = = = =

Antonio Domínguez Ortiz, un historiador social

por Ricardo García Cárcel

Historia Social (Valencia), nº 47, IV, 2003

Este número monográfico de 'Historia Social' se planificó, y los artículos se encargaron, antes de la muerte de Don Antonio Domínguez Ortiz [ 1 ]. El día 21 de enero de 2003, a los 93 años, nos dejó Don Antonio. Mis palabras aquí no pueden ser de distanciada introducción al homenaje académico a un ilustre historiador. La muerte del maestro Don Antonio tiñe de tristeza nuestro ánimo y, desde luego, amenaza con deslizar esta presentación del dossier hacia la glosa necrológica. Intentaremos, en cualquier caso, evitar el riesgo de la evocación sentimental, de la mera efusión emocional, para plantear alguna reflexión sobre el perfil de Domínguez Ortiz como historiador social.

Empezaremos por decir al respecto que Domínguez Ortiz pertenecía a la generación de españoles nacidos inmediatamente después del hito histórico que representa 1898, la generación que algunos historiadores han llamado de los primeros herederos del 98. Don Antonio nació en 1909 en Sevilla, en un año ciertamente cargado de connotaciones políticas, la mayor parte sombrías e inquietantes respecto al futuro hispánico. Su padre era un artesano-artista bienestante, bastante culto, lo que propició su afición a la lectura que pudo cultivar en la propia biblioteca familiar. Su formación de origen fue autodidacta y su escolarización tardía. Sus estudios universitarios en Sevilla los ejerció con la ayuda de trabajos ocasionales en el Archivo de Indias. En Sevilla tuvo algunos buenos profesores, como el historiador del arte Francisco Murillo, el poeta Jorge Guillén, el medievalista Juan de Mata Carriazo o el contemporaneista Jesús Pabón. La dedicación política de este último como diputado en el parlamento de la República, llevó a Domínguez Ortiz a la enseñanza universitaria como sustituto de aquél desde 1933, pero pronto consolidaría su estatus profesional como catedrático de instituto a los treintaiún años, en 1940.

Don Antonio profesionalmente fue un catedrático de instituto [= profesor de escuela secundaria] que, en un contexto ni política ni profesionalmente fácil, y a partir de una capacidad de trabajo excepcional, se dedicó a la investigación por pura pasión por la historia. Sin expectativas profesionales que quedaron pronto frustradas en el turbio mundo de las oposiciones a cátedras universitarias, por razones políticas (nula identificación ideológica con el grupo de presión que controlaba entonces la carrera académica universitaria) y, sin duda, gremiales (penalización de una persona que siempre hizo de la independencia su principal credo ideológico). Sin alumnos directos a los que dirigir tesis o trabajos de investigación, sin capacidad de multiplicación y reproducción de sus propios objetos de interés científico; sin la presión del coyunturalismo político que, ya desde 1956 y sobre todo en los años sesenta, empieza a vivirse en la universidad franquista. Todo ello, a la postre, que hubiera sido un serio obstáculo a los estímulos investigadores, Don Antonio lo convirtió en un privilegio que le permitió incentivar cuantitativamente su producción más que nadie en la universidad española, garantizar la capacidad de hacer siempre lo que le pidió su propio instinto de historiador sin afectaciones ni influencias desvirtuadoras, ser, en definitiva, libre de espíritu para asumir su propio proyecto de vida y de oficio de historiador.

En la década 1941-1951 sólo publicó un libro Orto y ocaso de Sevilla (1946). En la década siguiente publicó seis libros y uno de síntesis. Entre 1962 y 1972 publicó siete libros, cuatro de los cuales fueron monografías de investigación. En la década siguiente, publicó ocho y en la inmediatamente posterior, otros tantos. La progresión cuantitativa es evidente lo que revela una actividad ciertamente excepcional, a la luz de lo que desgasta el propio trabajo docente en el ámbito de la enseñanza media. Sus publicaciones inciden en multitud de temas diferentes, pero su condición de historiador social es evidente a lo largo y a lo ancho de las mismas.

En una entrevista que le hizo Bakewell en 1985 él subrayaba que fue su padre el primero que le insistía en que "la historia no debía ser sólo de los reyes, los generales. También debía de ser de los carpinteros, zapateros, etc.". Lo cierto es que Don Antonio fue un historiador social en la época en la que el adjetivo social estaba cargado de connotaciones siniestras. A lo social llegó, más que por una adscripción ideológica determinada, por la sensibilidad ante la cotidianidad, las estructuras que quedan, la fuerza indestructible de la realidad pura y dura, tapada o disfrazada por el oropel político y sus oscilaciones coyunturales. Y esa concepción de la historia sensible hacia el estudio de la sociedad, Domínguez Ortiz la proyecta no desde una preocupación teórica ni desde la influencia directriz que le pudieron proporcionar la lectura de las obras de Braudel o Febvre. Su sistema de trabajo fue siempre el simple ejercicio de la inteligencia aplicado al conocimiento empírico de las fuentes. Los propios temas de investigación no fueron resultado de un apriorismo conceptual sino el resultado del estudio exhaustivo de los ficheros de la biblioteca universitaria de Granada o de los catálogos de manuscritos de la Biblioteca Nacional, como confesó al citado Bakewell en la referida entrevista.

En sus análisis históricos, primó siempre la sensatez, el sentido común sobre cualquier otro criterio ideologista o sectario. Él siempre se opuso a la utilización presentista de la historia, al ideologismo rampante que manipula el pasado o la conversión del historiador en juez. Defendió la necesidad del rechazo a la retórica y el subjetivismo. Su honestidad intelectual ejercida "sin ira y sin nostalgia" fue su guía permanente. Su método parte de lo que Álvarez Santaló llama "la erudición eficaz", el empirismo inteligente del conocimiento documental para, desde ahí y tras el cotejo con la historiografía previa, formular las hipótesis interpretativas que le conducirán por la vía de la inducción a la explicación racional de los problemas formulados. Su teoría de la historia es ecléctica, nunca determinista ni parcial. Su actitud ante el marxismo la explicó a Bakewell así: "No soy marxista, pero resulta obvio que la escuela marxista se interesa en muchos temas que me preocupan. Si el trabajo es llevado a cabo por historiadores capaces y honestos, incluso aunque puedan existir diferencias metodológicas, al fin los resultados conseguidos son los mismos. Por ejemplo, Pierre Vilar y yo estamos de acuerdo en casi todo. Las colisiones ideológicas, los enfrentamientos entre escuelas suelen tener lugar en los niveles más bajos. Debe predominar siempre la honestidad y la buena fe".

Y, efectivamente, Don Antonio nunca tuvo problemas a la hora de conjugar el mundo intelectual de Viñas Mey y su Instituto Balmes de Sociología con la obra de Vilar o Vicens Vives que, por cierto, lo valoró mucho en años en los que Don Antonio era un total desconocido en el mundo académico. Le separaba de Vicens el hecho de que Domínguez Ortiz era la antítesis de la fiebre organizativa, la ambición política, la capacidad gerencial de Vicens, la fe en la universidad como plataforma ineludible de investigación. Pero les unió la pasión por la historia social, la admiración mutua, el talante liberal, la ilusión por contribuir a cambiar el rumbo de la historiografía española.

Don Antonio nunca sirvió a ideología alguna, ni tuvo un referente apriorístico único. El secreto de su supervivencia intelectual, de la prolongación excepcional de su vigencia, de su eterna juventud ha estado precisamenten en su independencia, su insensibilidad a las modas o los mecanismos coyunturales. Le fascinó siempre la sociedad en sus vertientes de continuidad y cambio. Su eje conceptual no fue la clase social porque siempre creyó que la complejidad de las relaciones sociales no se podía encerrar en el mero conflicto o lucha de clases. Le interesó siempre lo económico, pero mucho antes de que empezara en España la historia de las mentalidades (en los ochenta) él había introducido variables en el comportamiento social de honor o prestigio, de clientelismo familiar que nada tenían que ver con el determinismo económico.

Dentro de las diversas órdenes o grupos sociales, la investigación de Domínguez Ortiz se polarizó hacia la nobleza y el clero, los estamentos privilegiados. Su libro estelar al respecto fue La sociedad española en el siglo XVII. El estamento nobiliario (1963) y El estamento eclesiástico (1970) que luego refundiría en su Las clases privilegiadas en la España del Antiguo Régimen (1973). El siglo XVIII sería abordado en su La sociedad española del siglo XVIII (1955), luego convertido en Sociedad y estado en el siglo XVIII español (1976), libro éste al que Don Antonio tributaba especial devoción porque, como decía él mismo en su entrevista con Bakewell: "tiene el mérito de haber anticipado la tendencia actual a regionalizar la historia", una regionalización de la que él sería pionero indiscutible, al mismo tiempo que en sus últimos años de vida esa regionalización metodológica le generaría inquietudes ideológicas ante la escalada de los nacionalismos periféricos.

El interés por la nobleza y por el clero no era circunstancial. La nobleza y el clero le sirvieron para intentar responder a las viejas preguntas sobre las razones del fracaso o la decadencia histórica española. No hay que olvidar que el punto de partida, la sombra que marca la trayectoria biográfica de Don Antonio, fue el 98 y las preguntas que se formularon los hombres del 98. El parasitismo señorial y la histórica dependencia del Estado respecto a las directrices eclesiásticas marcaron las inquietudes de Domínguez Ortiz en este terreno. En el estudio de la nobleza tendió un puente entre la historiografía positivista descriptora de genealogías y linajes con las preocupaciones conceptuales de la historiografía marxista, obsesionada por la problemática del feudalismo. En el estudio del clero se preocupó especialmente por el poder de la iglesia, el contraste entre la iglesia oficial y la religiosidad popular. Más de una vez se constata una tensión entre las propias creencias personales del historiador íntimamente católico y el notable distanciamiento que le provocan las instituciones eclesiásticas y su aparato de poder. Diríase que Domínguez Ortiz tiene mucho de erasmista a lo Bataillon, aunque nunca tuvo conciencia militante de ello.

Las clases medias constituyen el gran vacío de la obra de historia social de Don Antonio. Él mismo lo justificaba diciendo que "el estudio del Tercer Estado presenta una complejidad mayor que el de las clases privilegiadas y faltaban monografías que allanaran el camino". La burguesía sólo le interesó indirectamente. Nunca abordó los proyectos clásicos sobre el fracaso de la revolución burguesa en España. Pero hay que recordar que en sus estudios de historia urbana se acercó a esta temática. Ello se puede constatar en su Orto y ocaso de Sevilla (1946) o La Sevilla del siglo XVII (1984) o sus reflexiones sobre Granada o Madrid. La historia urbana le acercó a la burguesía como le vincularon a la misma los estudios de historia fiscal y financiera como su Política y hacienda de Felipe IV (1960). En este tipo de trabajos, Don Antonio se mueve entre el interés por la corte endeudada y por los banqueros prestamistas pero, en medio de ambos, se encuentra con una sociedad que estimula las relaciones a caballo del crédito y a ese sustrato social de la deuda pública dedica no pocas páginas. En este ámbito fue, sin duda, Carande su principal referente.

Pero a Don Antonio siempre le interesó mucho más el túnel oscuro de la decadencia que los primeras grietas del Imperio. Es curioso, pero Domínguez Ortiz dedicó mucho más espacio al siglo XVII que al siglo XVI. Los Reyes Católicos y su 92 nunca le fascinaron. El Imperio le interesó en su larga agonía más que en su proyección eufórica. Siempre he creído que ello se debe a que Domínguez Ortiz nunca perdió un cierto tono noventaiochista, de interrogaciones sobre las razones del presunto fracaso histórico español. Y el siglo XVII, en este sentido, fue el laboratorio empírico ideal. Conectaba, de esa manera, con el Cánovas historiador también obsesionado por la decadencia. La diferencia es que las explicaciones del político de la Restauración fueron de signo prioritariamente político y Don Antonio buscó siempre la comprensión del problema en el horizonte socioeconómico.

Significativamente, la sensibilidad social de Domínguez Ortiz encontró su mejor ámbito de proyección en su interés por el conocimiento de los perdedores de la sociedad. Entre esos perdedores figuran las víctimas mayoritarias de la Inquisición: conversos y moriscos. A los primeros les dedicó su La clase social de los conversos en Castilla en la edad moderna (1952) luego reconvertido en Los judeoconversos en España y América (1971); a los segundos les dedicó su Historia de los moriscos (1978), que escribió en colaboración con Bernard Vincent. La influencia en este ámbito de Caro Baroja y Américo Castro es bien patente. A Don Antonio le fascinó de conversos y moriscos no tanto las señas de identidad antropológica, como a Caro Baroja, ni la función cultural de los mismos, como a Américo Castro. A él lo que le apasionó siempre del tema fue la relación de conversos y moriscos con la Iglesia y el Estado, la dialéctica de estas minorías con el poder establecido a través de la institución inquisitorial.

La Inquisición en sí misma le interesó poco. Sólo le dedicó a la Inquisición un libro: Autos de la Inquisición en Sevilla (1981), que le permitió dar a conocer como fuente documental las relaciones de autos de fe de la Inquisición. En sus últimos años se involucró muy directamente en el debate sobre la obra de Netanyahu y los orígenes de la Inquisición española. Pero nunca entró en la problemática de la responsabilidad del Santo Oficio en el atraso cultural español (la polémica sobre la ciencia española) ni, por supuesto, en las discusiones sobre la crueldad de los procedimientos inquisitoriales. Siempre pensó en la Inquisición como en un tribunal destinado a cristianos nuevos (judeoconversos o moriscos) y no a cristianos viejos. El papel de la Inquisición en el marco del rearme católico contrarreformista no le interesó. Lo que buscó en la Inquisición fue su función en el ámbito de la contracultura, no en el del sexo ni en el de la ideología.

Tras conversos y moriscos, a Don Antonio le preocupó la proyección histórica de otros perdedores sistemáticamente olvidados de la historia, tales como pobres, gitanos, extranjeros, expósitos, prostitutas Marginales de la historia oficial a los que Don Antonio dedicó toda su capacidad de ternura. Sin un referente sesentaiochista como los que en Europa se utilizaron para legitimar el interés de la historiografía de los setenta hacia estos olvidados, sin ningún tipo de advocación teórica a los Foucault, Don Antonio dirigió su atención hacia los sujetos pacientes de la historia que no tuvieron ni capacidad para rebelarse colectivamente contra el sistema. A Domínguez Ortiz le interesaron más las orillas del conflicto social que no el núcleo del mismo. De hecho, sobre revueltas sólo escribió su Alteraciones andaluzas (1973), libro con el que está más cerca del Hobsbawn de los Rebeldes primitivos que de la historiografía de las revueltas de los Hill o Soboul, en aquel momento tan de moda. Pero la obra de investigación en historia social de Domínguez Ortiz no se puede separar de su vocación de historiador "generalista" que intenta explicar globalmente la realidad histórica que la investigación previamente le ha mostrado. Y, en este sentido, desde aquella su clásica colaboración en la Historia económica y social de España y América (1961) a las reflexiones vertidas en su última historia de España: España. Tres milenos de historia (2000).

La preocupación sintética, globalizadora, de interconexión de la sociedad con la política o la cultura, de lo local con lo nacional, del texto y del contexto, del dato empírico y la reflexión, están siempre presentes. Don Antonio fue un historiador social no sólo en los temas en que investigó sino que siempre creyó que sus aportaciones no podían ni debían quedarse en el mundo elitista académico. La divulgación que tan mala prensa ha tenido en nuestro país por el síndrome tradicional de rechazo del gremio al mercado, tuvo en él un gran cultivador, no sólo evidenciada en las revistas propias de este género sino en su constante voluntad de asumir la responsabilidad de escribir síntesis explicativas y generales en torno a la idea de España. Es significativo que el historiador que más ha hecho por la regionalización metodológica concretada especialmente en sus libros de historia de Andalucía, siempre tuvo la inquietud por la historia general de España, por salvaguardar, más allá del despiece metodológico regional, unas señas de identidad comunes a los españoles.

Su último libro, publicado en Marcial Pons, es el mejor testimonio de ello. La visión de España de Domínguez Ortiz no tiene nada del romanticismo de Lafuente ni del ideologismo polémico de los historiadores de la Restauración ni del afán revisionista de Soldevila en la posguerra española. Pretende reivindicar el positivismo de los historiadores de las últimas décadas del siglo XIX, depurando previamente su militancia ideológica, al servicio de una causa con la que la generación de españoles de la democracia subsiguiente a 1975 nos podemos sentir muy identificados: la normalidad de la historia de España, la superación de las viejas agonías masoquistas, la integración de España en Europa

La obra de Domínguez Ortiz nunca ha envejecido. Gozó siempre de la frescura de la modernidad, de la modernidad no del ruido mediático, ni de ansiosa busca de interrogantes nuevos, sino de la capacidad de respuestas nuevas a interrogantes clásicos, de la coherencia con la propia trayectoria intelectual, de la fidelidad a sus propios principios y convicciones. Precisamente porque nunca tuvo discípulos universitarios directos su disponibilidad siempre fue indiscriminada y somos, al menos, dos generaciones de historiadores los que siempre lo tendremos como referente intelectual y hasta moral en nuestro ejercicio profesional. [ 2 ]

* * *

El dossier que introducen estas páginas constituye el testimonio de la proyección de la obra de Don Antonio Domínguez Ortiz en el ámbito de la historia social. Los artículos de Enrique Soria sobre la nobleza; de Arturo Morgado sobre el clero; de Juan Ignacio Pulido sobre los conversos; de Amalia García Pedraza sobre los moriscos; de Pablo Pérez García sobre los pobres; o de Nuria Rodríguez Bernal sobre los marginados, ponen en evidencia la significación de las aportaciones de Domínguez Ortiz en cada uno de estos campos y pretenden ser, al mismo tiempo, el testimonio del agradecimiento y el cariño de los historiadores españoles hacia el maestro Don Antonio, que se nos acaba de ir tan silenciosa y discretamente como le gustó vivir.

NOTAS

[ 1 ] Se trata de una conferencia dictada en Madrid el día 7 de noviembre de 2001 durante el ciclo de conferencias y acción "Márgenes de la Creación" organizado por el filósofo Ignacio Castro en Cruce: arte y pensamiento.

[ 2 ] Su vida de trabajo docente en el bachillerato mereció el reconocimiento académico y social, sobre todo desde su jubilación. Fue académico de la Historia desde 1974, académico de la British Academy, de la Academia de la Historia de Venezuela, de la Academia de Buenas Letras de Sevilla, de la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba y recibió infinidad de premios y distinciones, entre las que destacan el "Príncipe de Asturias" de Ciencias Sociales en 1982 y el Menéndez Pidal de Investigación Histórica de 1986, la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio o la condición de Andaluz Universal por designación de la Junta de Andalucía en 1983.

- - - - - - - - - -

• Tomado de: http://www.revistasculturales.com/articulos/79/historia-social/43/1/antonio-dominguez-ortiz-un-historiador-social.html

= = = = = = = = = =

El País, Madrid, 22/01/2003

Humanidad y prudencia

Carlos Martínez Shaw

La aportación historiográfica de Antonio Domínguez Ortiz fue de relevancia capital en una numerosa serie de campos. En primer lugar, hay que destacar su contribución a la historia social, y de modo muy particular a la de las clases privilegiadas y, por contraste, a la de las clases marginadas. En efecto, sus libros sobre la aristocracia y el clero en la España del siglo XVII, así como su visión general de la sociedad española del siglo XVIII, y, finalmente, su panorama general sobre las clases privilegiadas en la España del Antiguo Régimen siguen constituyendo el cimiento imprescindible para abordar cualquier estudio sobre los grupos dominantes españoles de los tiempos modernos. Del mismo modo, sus trabajos sobre la clase de los judeoconversos, sobre los esclavos y sobre los extranjeros en España son todavía hoy de consulta obligada para todos aquellos que se adentren en el estudio de estos grupos marginados o marginales de la sociedad española. Y tampoco deben olvidarse los trabajos sobre la conflictividad, entre los cuales hay que destacar el dedicado a las alteraciones andaluzas, es decir, a los graves motines de subsistencias que sacudieron diversas ciudades de Andalucía a mediados del siglo XVII.

Un segundo frente cultivado por don Antonio fue el de la problemática hacendística. Por una parte, nos encontramos con su clásico estudio sobre la relación entre la exhausta tesorería y las dificultades políticas de Felipe IV, mientras, por la otra, no debe dejar de mencionarse su pionero trabajo sobre el desigual peso de la fiscalidad sobre los diferentes grupos sociales.

A continuación hay que decir que Sevilla en particular y Andalucía en general estuvieron siempre presentes en el horizonte de sus preocupaciones e intereses prioritarios. En ese sentido, si su libro primerizo Orto y ocaso de Sevilla [1946] todavía constituye una excelente introducción a la historia de la ciudad moderna, sus ensayos sobre Andalucía (entre los que destaca el titulado La identidad de Andalucía) permiten una perfecta aproximación a la configuración histórica de la región.

Un último grupo de libros está constituido finalmente por las obras de síntesis, donde don Antonio volcó los conocimientos adquiridos por su frecuentación constante de la documentación original. Entre ellos es preciso destacar su contribución sobre la época de los Reyes Católicos y los Austrias a la Historia de España Alfaguara, que a la altura de 1973 significó un verdadero hito por su novedad, por la originalidad de su enfoque, que quebraba toda una tradición manualística. Recientemente publicó una soberbia síntesis de la historia española bajo el título de España. Tres mil años de historia [2000], un ensayo de 400 páginas que supone una decantada interpretación de todo el material recopilado a lo largo de su vida, un verdadero testamento historiográfico.

Finalmente, habría que resaltar la principal de sus cualidades, la profunda humanidad de don Antonio, su actitud siempre afectuosa para con todos, su talante prudente y modesto, que parece ser patrimonio de los auténticos sabios. Vaya aquí nuestro último y sentido homenaje de cariño, admiración y agradecimiento.

- - - -

Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/cultura/Dominguez_Ortiz/_Antonio/Humanidad/prudencia/elpepicul/20030122elpepicul_5/Tes

= = = = =

El País, Madrid, 22/01/2003

Maestro de la historiografía española

Carmen Iglesia

De nuevo toca escribir para lamentar la muerte de otro maestro: don Antonio Domínguez Ortiz. Ha sido sin duda uno de los grandes maestros de la historiografía española en el siglo XX, uno de esos maestros insustituibles que abren nuevos horizontes y nuevas puertas. Todos somos deudores de la gran obra de Domínguez Ortiz y todos hemos aprendido de sus incansables y continuas investigaciones. En lenguaje coloquial, don Antonio era lo que podríamos llamar un perfecto "todoterreno". No ha habido etapa o tema relacionado con la historia moderna de España --ya se trate de los Austrias o de los Borbones, ya de panorámicas generales o de problemas especializados y concretos-- en donde don Antonio no haya dicho algo nuevo para observar e interpretar la realidad histórica.

Goethe decía, quizás de forma un tanto tajante, que "un hombre es la lista de sus cosas hechas". En la parte que eso pueda ser verdad, Domínguez Ortiz presenta una lista de cosas hechas impresionante. Un total de más de 30 libros y más de 300 artículos y monografías. Desde 1941 en que publica su primer artículo hasta ahora mismo su vida ha sido un ejemplo de trabajo bien hecho y siempre en crecimiento. En esas más de 300 obras, hay libros memorables que obligaron a reconsiderar periodos decisivos de nuestra historia como por ejemplo La sociedad española en el siglo XVIII [1955, 1976] y La sociedad española en el siglo XVII [1963-1970, 1973], su obra magna quizá dentro de la excelencia de toda ella.

En esa lista tan extensa de trabajos hay escritos y libros sobre la Inquisición, los judeoconversos en España y América, Felipe II, sobre todos y cada uno de los monarcas de la Casa de Austria y de la de Borbón, y también del reformismo borbónico, de la situación de las mujeres en el Antiguo Régimen, de política y hacienda, de problemas varios de demografía y de población, de banqueros y mercaderes, de nobleza y señoríos, etcétera. Y también ha escrito sobre embajadas en Rusia, sobre la vida de los extranjeros en España, sobre motines y autos de fe, hasta de "los primeros coches de caballos en España", o de los problemas arquitectónicos de El Escorial. No hay prácticamente nada que no haya sido trabajado seriamente por don Antonio. No sólo asombra su capacidad de trabajo, sino la excelencia con que ese trabajo paciente y continuo de investigación ha sido hecho.

Pues en el apotegma de Goethe se sobreentiende que no se refiere sólo a la cantidad, sino muy especialmente a la calidad. Domínguez Ortiz es pionero de una historia social realizada con ejemplar rigor historiográfico. Ha sido capaz, en medio de modas metodológicas de gran esquematismo, de abrir nuevas puertas en el laberinto de nuestra historia, con tan especial cuidado que nos ha transmitido todo el colorido, todos los matices y críticas, toda la diferenciación y al tiempo toda la piedad que la historia de los hombres y de nuestros antepasados merece.

Pero además hay que destacar en don Antonio como persona su peculiar bondad y modestia, la falta total de afectación. "Toda afectación es falsa", señalaba un clásico. Don Antonio personificaba esa peculiar ausencia de vanidad superficial, acompañada de una cortesía cálida que no necesita afirmarse a costa de los otros. Es el "establecimiento en sí mismo" que también decían los clásicos, característica de algunos sabios maestros. No todos los mayores en edad, saber y gobierno lo consiguen. Pero los que lo consiguen, como don Antonio, dejan su huella para siempre.

- - - - -

Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/cultura/Dominguez_Ortiz/_Antonio/Maestro/historiografia/espanola/elpepicul/20030122elpepicul_6/Tes

= = = = =

El País, Andalucía, 30/01/2003

En memoria de Domínguez Ortiz

Manuel Copete Núñez
Vicepresidente de la Diputación de Sevilla

Cuando, con motivo del Día de Andalucía, la Diputación de Sevilla programó una conferencia de don Antonio que tuvo lugar en la Casa de la Provincia el 26 de febrero de 2001, tuvimos ocasión de poder hablar con él sobre su vinculación con la Diputación de Sevilla y concretamente con su Servicio de Archivo y Publicaciones, con el que había colaborado en numerosísimas ocasiones.

Concretamente se inició esta vinculación en 1945 cuando, siendo un joven historiador, presentó a la primera convocatoria realizada por la corporación provincial del Concurso Archivo Hispalense su trabajo titulado Orto y ocaso de Sevilla, al que se le otorgó el galardón, siendo publicado por la Diputación en su primera edición en 1946.

No podía haber mejor comienzo para este concurso, que desde entonces se convoca anualmente de forma ininterrumpida y que ha dado importantes títulos a la historiografía sevillana, sobre todo debido a que el trabajo de don Antonio había puesto el listón muy alto.

Orto y ocaso de Sevilla no es un simple libro de historia local. Don Antonio trató la Sevilla de los siglos XVI y XVII, en la que la ciudad fue "puerta y puerto de Indias" y centro de todas las relaciones con los nuevos territorios americanos, como un inseparable capítulo de la historia de España; su auge y decadencia fueron paralelas.

Y, afortunadamente para la Diputación sevillana y para todos los que le conocimos en su dilatada carrera, no acabó aquí su vinculación. Sus trabajos publicados en la revista Archivo Hispalense fueron numerosos. Finalmente, en 1980, la Diputación tuvo el honor de incluirle en el consejo de redacción de la citada revista, del que formó parte hasta el momento de su fallecimiento, y en el que siempre que su salud se lo permitió participó activamente. Él siempre tuvo un especial afecto por la Diputación de Sevilla, que publicara su primer trabajo, su primera monografía como investigador de la historia de España.

Ese día del año 2001 del que hemos hablado al principio, firmó una dedicatoria en el único ejemplar que de Orto y ocaso de Sevilla se conserva en la biblioteca del Archivo de la Diputación, que era un reflejo de su sentir: "A la biblioteca de la Diputación Hispalense con la añoranza y agradecimiento de A. Domínguez Ortiz".

Como homenaje a don Antonio, la Diputación de Sevilla hará una publicación facsímil de la primera edición del libro Orto y ocaso de Sevilla, que publicara la Diputación en 1946.

- - - - -

Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/andalucia/memoria/Dominguez/Ortiz/elpepiespand/20030130elpand_4/Tes

= = = = =

Julio Caro Baroja (1914-1995)



Don Julio Caro Baroja (Madrid, 1914-Vera de Bidasoa, 1995)
(Foto de Ricardo Gutiérrez, El País, 04-02-07)

= = = = = = = = = =

Julio Caro Baroja

por José Luis Acín Fanlo

Cuando el pasado 18 de agosto [de 1995] dejaba la vida Julio Caro Baroja en los muros --sus muros, los de los Baroja-- de Itzea, desaparecía una de las figuras más destacadas de este siglo en el campo del pensamiento, de la historia, de la etnografía, de la etnohistoria, del --en definitiva-- humanismo genéricamente entendido, de lo humano desde su visión más particular y personal.

Nacido en Madrid el 13 de noviembre de 1914, vivió desde la más temprana edad en un ambiente propicio para el desarrollo de las actividades y de las disciplinas que practicó a lo largo de su trayectoria y de su devenir diario. Un hombre con una dilatada y sorprendente vida que se asombraba en sus cercanos sesenta años de "haber vivido tanto", como apuntaba en uno de sus más interesantes y fundamentales libros de toda su producción literaria, en un volumen que supuso una de las primeras incursiones que en el campo de las memorias se realizaba, como se puede constatar en Los Baroja (1972), importante y destacado texto por su tratamiento, por la época y las circunstancias del momento de elaboración y redacción, por la temática abordada y por el modo de exponerla o, entre otros muchos valores, por la intrahistoria que todas y cada una de las páginas contienen, en las que el mundo barojiano y el de sus muchas experiencias en el campo de lo etnológico, de la cultura tradicional a la que consagró su vida desde su más pronta juventud, salpican las líneas, los párrafos, los ojos vivos y vividos, expectantes y sentidos, de Julio Caro Baroja.

Su vida transcurrió en todo momento entre Madrid y Vera de Bidasoa, entre la capital y ese rincón del Pirineo navarro fronterizo con las tierras francesas en donde vivió y entresacó todas las esencias y virtudes del campo y de sus moradores, del hombre y su relación con el entorno natural, de lo elaborado por el ser humano con las posibilidades que la naturaleza pone a su alcance. Lugar destacado de Vera de Bidasoa, de Itzea --"la casa" en traducción del vasco-- en esos muros donde convivían los muchos recuerdos, enseres y libros que, poco a poco y desde 1912 --año en que la compró Pío Baroja--, habían ido depositando sus familiares más directos y queridos, en especial su tío Pío. Esos seres cercanos con los que pasó su infancia y que le marcaron y dejaron profunda huella para su posterior vida y dedicación, como eran sus tíos, el novelista Pío y el pintor Ricardo, su abuelo e incansable viajero Serafín, su culta y amante de la música madre, y su padre siempre envuelto en los papeles de la editorial. De todos ellos sacaría fruto y enseñanza, en ese ambiente propicio fue creciendo e instruyéndose en unos años, los primeros de su vida, en los que la salud no le acompañó en todo momento, pero que aprovechó para dedicarse al estudio y a la lectura, bases que le abrieron los ojos y le hicieron ver más allá de lo que entrevea cualquier otro ojo, que le posibilitaron el adentrarse en otros aspectos y ten er una apertura hacia nuevos asuntos, hacia los puntos y los temas a abordar, que le facilitaron las interrelaciones y la comprensión del hombre y de sus varias y variadas actividades tanto físicas como espirituales.

Unos primeros años en la casa, en Itzea, en Vera, donde comprendió y vislumbró la necesidad --ante la inminente desaparición de los valores del hombre y de todo lo que le rodeaba-- de estudiar todo aquello relativo a la cultura tradicional, esos asuntos y temas que se estaban perdiendo vertiginosamente, sobre todo a partir de la guerra civil, y que le llevaron a vaticinar que éramos la última generación en poder ver, estudiar y plasmar gráficamente aquellos elementos y manifestaciones otrora habituales. Ese rincón navarro, --y esa casa, entendida ésta tanto desde su importancia física y constructiva, como desde su función aglutinadora de la familia, de sus posesiones y de sus creencias y/o supersticiones--, en el que desarrolló sus primeros trabajos e investig aciones, como lo demuestra el ensayo titulado "Algunas notas sobre la casa en la villa de Lesaka" (1929), publicado cuando contaba con tan sólo quince años en el Anuario de Eusko-Folklore. Gustos y dedicación apreciados por su tío, quien fomentó sus inquietudes y sus contactos con los estudiosos coetáneos de la cultura tradicional, tales como Telesforo de Aranzadi o su maestro José Miguel de Barandiarán.

Inicio de una singladura, de un largo itinerar en esos asuntos relativos al hombre y a su cultura, siendo el primero en abrir el camino al estudio de la gran mayoría de los temas que con posterioridad tanto se han tratado y divulgado, así como de otros únicos en su materia, de los que no existe más bibliografía que la de Caro Baroja, que los textos elaborados por este hombre sabio, meticuloso, concienzudo y profundo. Primeros trabajos que se compaginaron con sus estudios universitarios en Madrid entre los años 1932 y 1940, a excepción del trienio de la gu erra civil que los interrumpe como consecuencia de ésta. Concluida su licenciatura, y terminado su doctorado en 1942 --ambos con premio extraordinario--, obtiene al año siguiente la plaza de ayudante de Historia Antigua de España y de Dialectología en la Universidad de Madrid, de las que cesa en 1945, dando inicio asimismo sus colaboraciones en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tanto en el marco del Instituto Bernardino de Sahagún como en el Centro de Estudio de Etnología Peninsular.

En esas mismas fechas comienza a trabajar en otra de las parcelas por la que también sintió predilección y a la que dedicó varios años de trabajo y estudio: la museografia. Nombrado en 1944 director del Museo del Pueblo Español de Madrid, cargo que desempeñó durante una década, redactó y editó en el marco de las publicaciones del propio centro museográfico el «Proyecto para una instalación al aire libre del Museo del Pueblo Español de Madrid», texto rescatado años más tarde (1986) bajo el título de «Museos imaginados», en donde se añadían sus últimas impresiones y metodologías a emplear en materia de museos y su relación con la cultura popular.

A la par sigue desarrollando sus investigaciones, sus diversos trabajos de campo por los distintos lugares de España que le proporcionarán los datos y los elementos fundamentales para la elaboración de sus posteriores e inigualables libros, como lo son Los pueblos de España (1946), Los vascos o Análisis de la cultura (1949). Son los años en los que conoce y se relaciona con otros profesionales y estudiosos de la antropología, como son los casos de Julian Pitt-Rivers y de Evans-Pritchard --este último mientras disfrutaba de una beca en Oxford en el año 1952--. No obstante, sus trabajos no sólo se circunscriben al área peninsular, realizando una amplia y exhaustiva labor de campo por el Sahara y Marruecos durante 1953, investigación etnohistórica que se centró en los nómadas del desierto y que tuvo como fruto la publicación en 1955 de sus Estudios saharianos (reeditado en 1990). Así pues, va desarrollando su labor y entablando diversas amistades y contactos, como los mantenidos hasta 1955 con José Ortega y Gasset o la iniciada en 1965 con David Greenwood. Labor callada y solitaria, basada en su propios puntos de mira y de pensamiento, ya que no se encuadraba con nada ni con nadie, sólo con su razón y con su trabajo, lo cual le conllevó algún que otro problema de tipo político o relacionado con la Universidad.

Un trabajo callado que se refleja en la importancia y trascendencia de sus obras, abordadas desde diversos planos --histórico, etnológico, lingüístico-- y en las que la fusión de temas aportaba nuevas claves en su conocimiento y en su profundización. Práctica de diversas disciplinas, entre las que no se quedaba a la zaga la de pintor y dibujante, esos trazos llenos de expresividad y de detalles que, a la vez, le servirán en sus estudios y las acompañará en alguna de sus publicaciones.

Investigaciones que se van fraguando y se van materializando en libros que han marcado un hito en las ciencias históricas y etnológicas, en los que el paulatino y minucioso trabajo de campo se compagina con la búsqueda y rastreo por los distintos archivos, dando como resultado textos de la talla de Razas, pueblos y linajes, Los moriscos en el reino de Granada (1957), el fundamental y continuamente citado Las brujas y su mundo (1961), Los judíos en la España moderna y contemporánea (1963), El Carnaval (1965), La hora navarra del siglo XVIII (1969), Inquisición, brujería y criptojudaismo (1970), o Teatro popular y magia y Ritos y mitos equívocos (1974). Títulos todos ellos entresacados de su vasta producción desarrollada a lo largo de más de diez años, en los que compagina esta actividad con la impartición de cursos o la dirección de centros relacionados con el mundo de la etnología, ya sea en la Universidad de Coimbra (1957) o bien en la Ecole Pratique des Hautes Etudes de París (1960).

Es a partir de este momento, a partir de 1975, cuando más se intensifica la vida pública de Caro Baroja, cuando más se empieza a conocer su persona y su obra, bien sea por sus libros o bien sea por los distintos medios de comunicación, en los que colabora y en donde se hacen eco de sus múltiples actividades y reconocimientos. El citado año 1975 inicio de una nueva y larga década en la que continuamente saldrán de las máquinas impresoras libros como Brujería vasca (1975), Baile, familia y trabajo (1976), Las formas complejas de la vida religiosa: religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII (1978), La estación del amor (fiestas populares de mayo a San Juan) (1979), el libro de dibujos Cuadernos de campo (1979), Tecnología popular española (1983), o El estío festivo (fiestas populares de verano) (1984). Toda una amplia relación de encabezamientos y de temas, centrados fundamentalmente en el País Vasco y en España en su conjunto, si bien con un alto número de referencias y de lugares citados del primero.

Todo un voluminoso conjunto de publicaciones que entre artículos, ensayos más o menos breves y libros, sobrepasan holgadamente el medio centenar de títulos, entre los que cabe destacar --además de los ya citados-- Tres estudios etnográficos relativos al País Vasco (1934), Algunos mitos españoles (1941), Los pueblos del Norte de la Península Ibérica (análisis histórico-cultural) (1943), La vida rural en Vera de Bidasoa (1944), La ciudad y el campo, Romances de ciego (1966), Vidas mágicas e Inquisición (1967), El señor inquisidor y otras vidas por oficio, Estudios sobre la vida tradicional española (1968), Ensayos sobre la literatura de cordel (1969), Etnografía histórica de Navarra (1971), Semblanzas ideales (1972), De la superstición al ateísmo (meditaciones antropológicas) (1974), Una imagen del mundo perdida, Ensayos sobre la cultura popular española (1979), Temas castizos (1980), La casa en Navarra (1982), La aurora del pensamiento antropológico (la antropología en los clásicos griegos y latinos) (1983), Paisajes y ciudades (1984), Los fundamentos del pensamiento antropológico moderno (1985), Realidad y fantasía en el mundo criminal (1986), La cara, espejo del alma: historia de la fisiognómica (1987), Sobre el mundo ibérico-pirenaico (1988), Historia de la fisiognómica: el rostro y el carácter (1988), Palabra, sombra equívoca, Terror y terrorismo (1989), Arte visoria y otras lucubraciones pictóricas (1990), Las falsificaciones de la Historia (en relación con la de España) (1991), o su última obra publicada, Jardín de flores raras (1993).

Libros que se complementan con otros dos compartidos, en donde se pueden rastrear 105 pasos de su vida y las formas de ver ésta: Disquisiciones antropológicas (con Emilio Temprano, 1985) y Conversaciones en Itzea (con Francisco J. Flores Arroyuelo, 1991). Una incuestionable y abultada labor que se vio reconocida y gratificada con numerosos nombramientos y premios. Así, entre los primeros cabe destacar la pertenencia, como miembro, a varias instituciones: Academia de la Lengua Vasca, Academia de Buenas Letras de Barcelona (1947), Real Academia de la Historia (1963), Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland (1983) y Real Academia Española (1986). En los segundos sobresalen el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1983), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1985) y el internacional Menéndez y Pelayo (1989), además de otras distinciones como ser hijo predilecto de Madrid, hijo adoptivo de Navarra (1982) y Medalla de Oro de Bellas Artes (1984).

Hoy, cuando Julio Caro Baroja se ha ido, perdura para siempre su mente, sus ideas, sus obras, constituyendo uno de los pilares básicos en los que se fundamente cualquier estudio que sobre temas etnográficos, históricos, o etnohistóricos, se realicen en el futuro. Su espíritu y su persona seguirá entre nosotros por medio del recuerdo de su vida, de sus múltiples obras y de sus valiosos libros. Una persona, un nombre, que en Serrablo, en Sabiñánigo, en el Museo Angel Orensanz y Artes de Serrablo, siempre se recordará por su grata y cálida visita, por sus entusiastas y alentadoras palabras, y por la sala que a partir de hoy llevará su nombre: Julio Caro Baroja.

- - - - - - - - - -

• Tomado de: Serralbo, año XXV, núm. 100, Junio de 1996.

• Ver: http://www.serrablo.org/revista/s100/s100-22.html

= = = = = = = = = =

Se nos ha ido un maestro

por Manuel Baquero Briz

El pasado día 19 de Agosto [de 1995] todos los diarios nacionales se hacían eco del fallecimiento de un insigne antropólogo, historiador, escritor y humanista además de ser uno de los más lúcidos conocedores del pueblo español. --La Vanguardia--. El carácter interdisciplinar de su obra --El País-- superaba al de la antropología, destacando la dedicada a la historia, la lingüística, el folklore o la literatura. En estos o parecidos términos se expresaban en el análisis cultural de este eminente intelectual, de profundo liberalismo no siempre entendido. Lo curioso del caso es que no he encontrado ni una sola línea que le recordara como etnólogo y etnógrafo y menos aún, y concretamente en su faceta en la que usa el dibujo, como medio gráfico para estudiar y representar sus reflexiones sobre los temas de esa especialidad.

Se hace referencia a sus cuadernos de campo. Él decía que eran una especie de diarios donde podía anotar sus sensaciones. De Churruca sentía la nostalgia de sus viajes en donde, cual diario gráfico de navegación, dibujaba los perfiles de alguna isla griega y que con verdadera maestría aplicaba los cinco sentidos. Su gran precisión en la observación era, y es, digno de admirar. Decía que no pretendía descubrir nada pero si representar el mundo tal como él lo veía. Y los guardaba todos, en carpetas, fundamentalmente desde los años 40; del 43 al 70 es de los que más se conservan.

Manifiesta que influyeron en su formación dibujística profesores como Alcántara, Benítez, Barnés, Lafuente Ferrari y más que nadie su tío Ricardo, éste allí en Bera le decantó, casi sin darse cuenta, en los inicios de la etnografía y el folklorismo. Ya desde entonces no sólo representará casas y paisajes rurales sino que analizará y dibujará herramientas de campo, objetos domésticos e incluso mobiliario y personajes típicos.

Era la aplicación, en sus blocs, del dibujo documental. Sus apuntes de Andalucía hechos en los años 50 son dignos de tener presente, así como los que corresponden a sus viajes por Murcia y Valencia, por Castilla y por Navarra, que vendrían a continuación.

La representación del mundo marroquí y sahariano, Gomera, Tetuán, Smara, quedarán reflejados en sus cuadernos --dibujos y notas--. Decía que al contemplarlos de nuevo era como hacer presente una vivencia lejana y tanto si la refrenda era a un núcleo urbano como si lo era a uno rural o paisaje natural. Recordaba a su abuelo Serafín Baroja Zornoza cuando era corresponsal de guerra y enviaba croquis tomados por Guipúzcoa y Navarra. Decía asimismo que salir con el lápiz y el cuaderno y conocer pueblos recónditos era como dialogar con casas muertas, con balcones rotos y puertas cerradas por el viento.

Comentaba en uno de sus escritos que, con la fotografía, se podían obtener buenos documentos gráficos pero que difícilmente podría sustituir a un dibujo y, menos aún, a un buen dibujo. Porque -decía- un dibujo supone siempre selección, en donde se pueden realzar elementos significativos e incluso excluir los que no lo son. Un dibujo --seguía-- supone un acto mental complicado y dirigido a alguna cosa; a un objeto en sí. Como etnógrafo y etnólogo el dibujo me ha parecido una herramienta de trabajo indispensable --y acababa afirmando-- y lo he considerado como un elemento indispensable para comprender.

Para ilustrar estos comentarios he recopilado una serie de dibujos en donde puede apreciarse la rica caligrafía y el alto contenido científico en que se apoyaba este científico para presentar estos testimonios gráficos en donde describe tanto lo formal como lo espacial incluso esa cuarta dimensión que sólo un humanista es capaz de comunicar. Son dibujos que, de una forma precisa, define el significado espacio-tiempo que se verifica en el objeto observado.

Decía mi amigo Antonio Fernández Alba que los dibujos de este gran etnólogo no debían valorarse desde la óptica del buen hacer de un etnógrafo, pues rebasan esa fronter a retórica del intelectual que dibuja, para inscribirse como verdaderas acotaciones de una conciencia crítica y sistemática del científico que describe un amplio corpus de nociones, que acata los pequeños y grandes gestos a través de los cuales el hombre modifica la naturaleza.

Queda patente, en estos dibujos, su reflejo como acto de pensamiento y su traducción en forma de lenguaje. En su lectura se puede apreciar que no son una mera representación de lo que en sus viajes contempló. Son dibujos que van más allá de la escueta información.

Son imágenes que nos permiten participar con todo su significado en el hecho percibido. Todos tienen mucho de didácticos pues desbordan la fruición subjetiva con que se realizaron para adentrarnos en esa capacidad de esbozar la información que de ellos se desprende. Signos y significados sufren una perfecta simbiosis para hacernos accesible a la ideología de quién los realizó mediante la comprensión de quienes los contemplamos.

Apuntes, croquis, anotaciones, recorren paisajes, objetos, naturaleza y todo se hace tangible, revelando la conciencia artística del gran maestro desaparecido. En la última etapa de su vida manifestaba que le gustaría ser joven guardiamarina para comenzar su carrera dibujando el perfil de una isla o el croquis de un puerto exótico. En esta faceta de etnólogo y etnógrafo con las que nadie lo ha recordado, es donde he querido hacer énfasis del buen hacer del gran científico y maestro que fué D. Julio Caro Baroja. (q.e.p.d.)

Dibujos y notas de:

- Cuadernos de campo. Ed. Turner / Ministerio de Cultura. ed, Madrid 1979.
- Fantasías y devaneos. Dibujos de campo. Ed. Generalitat Valenciana. 1988.

- - - - - - - - - -

• Tomado de: Serralbo, año XXV, núm. 100, Junio de 1996.

• Ver: http://www.serrablo.org/revista/s100/s100-23.html

= = = = = = = = = =

Julio Caro Baroja: Historia antropológica

por Antonio Morales Moya

Revista de Occidente (Madrid), nº 295, Diciembre 2005

La clave del método es la persona, dirá Caro Baroja. Especialmente en los historiadores «es muy fácil encontrar la personalidad detrás de lo que escriben, por muy científicos que digan que son. La personalidad un poco seca de Mommsen o la personalidad un tanto desbordada hacia las expansiones y las confidencias de Renan, o la personalidad sentenciosa o retórica de otros, en el texto histórico se nota mucho» (J. Caro Baroja, E. Temprano, Disquisiciones antropológicas, Madrid, 1985, p. 24). Caro fue un ilustrado tardío, un hombre del siglo XIX, ese gran siglo que él reivindicaba siempre frente a los horrores del XX, el siglo de las dos guerras mundiales, de los millones de muertos, de las destrucciones espantosas y el progreso en la construcción de armas mortíferas, un siglo nonagenario que ya a los catorce años «empezó a hacer imbecilidades». Crítico implacable de la modernidad, fustigó la «gigantomanía urbanística», esa enfermedad producida por la técnica y el capital; la «cultura audiovisual» con sus ruidos, movimientos, colores agrios, con su mezcla de «anuncios de desodorantes o helados mezclados con las miserias y horrores que ocurren en Palestina, los actos de terrorismo, las entrevistas con algunas personas»: ante todo ello, «por muy aficionados que seamos a las artes plásticas, algunos tenemos la tentación de hacernos mahometanos o de otra religión en la que la imagen esté prohibida». Le preocupaba la «cultura del gesto que no corresponde a la calidad», el «tufo de satisfacción satisfecha e irónica que ahora tanto se cultiva», el achabacanamiento que veía crecer en su entorno, la veneración al poder, al Estado, el «sentido reverencial del dinero»: «Da que pensar que en este año de 1989 hay muchos españoles que creen en la divinidad del dinero y lo reverencian siendo de izquierdas». Le repugnaba, sobre todo, «que el precio se imponga sobre el valor». No fue, pues, no podía ser, un optimista: «Por una parte, el hombre que se enfrenta con el porvenir ahora tiene que reconocer que no están ya a su servicio aquellos mundos mágicos, religiosos y poemáticos del hombre antiguo. Y, por otra parte, el mundo utilitario en el que vivimos --sea capitalista o marxista-- es un mundo bastante soberbio y bastante asqueroso. Es un mundo sin horizontes para hacer una vida rica».

¿Cómo se consideraba el propio Caro? En la Introducción a su libro La ciudad y el campo, y después de confirmar sus puntos de vista sobre el conflicto sociológico-moral entre la ciudad y el campo con la lectura de una comedia de Menandro, descubierta en 1957, concluirá: «En suma, éste es un libro de un hombre que, después de creer que iba a ser arqueólogo, antropólogo y otras cosas más, muy propias de la sociedad moderna, se convenció de que era aprendiz de humanista, a la antigua, y que en esta vía tenía aún mucho que hacer». Consideró así que en los filósofos griegos no sólo había un pensamiento antropológico o etnológico, con valor anticipatorio, sino que ese pensamiento se había, de alguna manera, ocultado: «El mecanismo es un poco confuso, pero a mí me extraña mucho que en ese mundo del siglo XIX, en el que se hace tanta historia del pensamiento científico antiguo y de la filosofía griega en relación con la antropología, con la sociología, con ciencias particulares, no se hayan conocido, y se den como nuevas ideas que no lo son». Consideró la literatura, vinculada a un medio, como una fuente de importancia singular para el conocimiento de la realidad social: «¿Se imagina uno a un flamante antropólogo de tierras nórdicas escribiendo sobre la burguesía de Madrid lo que escribió Galdós en Fortunata y Jacinta ? No. Pero aún hay más. ¿Hasta qué punto el no participar de las inquietudes de una sociedad da autoridad para discurrir de la misma con exactitud?». Hay en Caro Baroja una relación muy estrecha entre la vida y la obra. La influencia familiar es decisiva (J. Caro Baroja, Los Baroja (Memorias familiares), Madrid, 1972), sobre todo la de Pío Baroja, bien advertida por Greenwood: «A mí me impresiona el ver cuánto se asemejan en su visión de la condición humana. En las vidas sencillas encuentran una profundidad de sentimiento y complejidad que es la naturaleza innegable del hombre. Ambos han vivido observando y experimentando tragedia y dolor, conscientes de la mezquindad del hombre, pero teniendo compasión por sus múltiples tragedias y debilidades ». Y hay en él un tembloroso vislumbre de realidades ocultas que, al sacarlas a la luz un Nietzsche o un Dostoievski, nos inquietan, como el factor de maldad que hay en la vida, sea cósmico o de cualquier otro origen.

Personalidad singular, una serie de rasgos coherentes precisan el carácter de Caro Baroja como historiador y antropólogo. Apalategi Begiristain considera el principio de «razón histórica», frente a la certeza físico-matemática, esencial en su pensamiento. Cercano a Ortega, por tanto, cree que el presente «se explica fundamentalmente por su pasado, esto es, su devenir», siendo la formación histórica, por tanto, esencial para el estudioso de las ciencias sociales. La historia --«estudio global del comportamiento de los hombres en el mundo, a través del tiempo y del espacio»-- no es sino una sombra de la realidad, una abstracción, una clave muy pobre para entender la realidad de la vida. Una forma de representación, siquiera existen «mundos históricos muy variados y representaciones de ellos muy distintas entre sí», de una realidad equívoca e inabarcable: «En fin, la idea ciceroniana de que la historia es testigo de las edades, luz de la verdad, vida de la memoria y «maestra de la vida» es muy optimista. Acaso la vida en sí sea maestra de la historia y acaso también el magisterio llegue tarde, demasiado tarde» (J. Caro Baroja, «La historia como una forma de representación», en Palabra, sombra equívoca, Barcelona, 1989, p. 102). Caro consideró que la historia --una cierta historia, al menos, escrita con un gran conocimiento de los hechos-- puede servir como modelo para deshacer la tendencia a la sistematización rígida y falsa. Y valora la historia como «obra de arte», la de Burckhardt, Gibbon o Voltaire:

«El artista hace una síntesis particular que no es la síntesis científica; es una especie de interpretación de la que se puede decir que no es del todo exacta, que no es del todo científica. No, no lo es. Pero tiene unas posibilidades de expresión y comunicación, para el que la lee, mucho mayores que la historia árida, o una historia de ésas que pretenden ser rigurosas, pero que se quedan en una acumulación de datos, de informaciones, de bibliografías. Ésa es la historia de los grandes eruditos. Pero no la que nos va a dar la clave de lo que ha pasado».

La obra de Caro Baroja, inmensa, difícil de clasificar, abierta a los más diversos temas, perspectivas y épocas históricas y en la que los estudios sobre el País Vasco, mostrando su esencial complejidad, desde una concepción dinámica y amorosa de su identidad, compatible con la identidad española, ocupan un lugar fundamental, sólo aparentemente resulta dispersa. Los excelentes estudios de Greenwood han mostrado la unidad de intereses de unos trabajos que abarcan arqueología, historia foral, tecnología, urbanización, mitología, numismática, arte y literatura popular, folklore, magia y religión, lingüística ..., integrando antropología e historia en un único esquema de investigación. Hay que destacar especialmente como aspectos relevantes de su investigación: la capacidad para poner en cuestión «los viejos lugares comunes»; la integración en la historia de la «historia chica», es decir, «la historia del pueblo, de las grandes masas que sufren la gran historia, pero sobre la que, a su vez, ejercen considerable influencia»: en realidad, «gran historia» y «pequeña historia» no difieren en lo esencial; la atención prestada a las «formas de localidad», a la dimensión o expresión espacial de la organización social; la consideración penetrante de los problemas de las «minorías oprimidas»; el análisis de la «mentalidad popular» y, finalmente, el estudio de la vida como relato, como narración, estudiando las personas --con lo que se abre un campo decisorio a la biografía-- «de acuerdo con los conceptos cardinales que tienen de sí mismas y de su ambiente» (D. J. Greenwood, «Julio Caro Baroja. Sus obras e ideas», en Ethnica. Revista de Antropología, 2 (1971), pp. 77-97, y «Etnicidad, identidad cultural y conflicto social: una visión general del pensamiento de Caro Baroja», en Julio Caro Baroja. Premio de las Letras Españolas, pp. 7-33). Obra, pues, integrada a partir de un peculiar enfoque: «Caro Baroja mira los problemas de la historia siempre en sus dimensiones humanas, como problemas humanos necesitando soluciones humanas. Busca en la historia siempre los problemas humanos que la vida de un período o bajo ciertas circunstancias presenta a los hombres. En esto yo veo una unidad fundamental que une su etnología vasca y andaluza, los estudios de la historia chica o los de las minorías. En todo enfoca los problemas como problemas humanos, solucionados o no por hombres de carne y hueso, hombres que a menudo se equivocan y que se hacen daño, pero que luchan por imponer en sus vidas orden y significado» (D. J. Greenwood).

La dimensión radicalmente humana de la investigación de Caro frente a Lévi-Strauss subraya su incompatibilidad con una ciencia antropológica orientada a alcanzar una exactitud semejante a la de las ciencias físico-matemáticas. La necesidad de tener en cuenta las pasiones y las emociones: amor, odio, violencia, intransigencia. La consideración de la turbulencia, el desorden, la contradicción como formas dominantes en la vida social y en la historia, contrapuestas al orden y la armonía, propias de la mecánica o de la teoría. El rechazo de las leyes generales y de las grandes teorías: Marx y Freud no serán sino autores de tautologías, pansexualismo y paneconomicismo, en definitiva, defendidos con escaso rigor. La riqueza empírica de su obra y su absoluto respeto al hecho. La preocupación por la realidad vivida. La autoidentificación como «historiador descriptivo». La dificultad para captar el marco teórico, conscientemente poco explicitado, incluso aparentemente rechazado en ocasiones: «Yo, como he dicho, nunca he dejado de ser un historiador y nunca he podido escribir nada sin pensar en profundidades temporales y en irregularidades, desarmonías y contradicciones [...] Me cuesta mucho encontrar el orden donde sea». Todo ello, ¿supone en definitiva, una verdadera ausencia de marco teórico? No tal. Por de pronto, Caro fundamenta conscientemente su trabajo, lo que no es demasiado frecuente en los estudiosos de las ciencias sociales, en una concepción filosófica. El hombre, afirma, está en una encrucijada que es su propia vida. Y en una situación en la que «nunca se ha sabido tanto de los hombres en detalle, pero que también nunca se ha sabido menos del hombre como tal hombre», recurre, buscando una integración de hombre y cultura, a Kant, a su «esquema memorable» de lo que debe ser la «antropología», tan distinto al seguido por los antropólogos del siglo XIX : el hombre, al pretender conocerse a sí mismo, debe empezar desde «dentro», para luego procurar conocer a los hombres que tiene más cerca y después ya a los que ocupan posiciones más lejanas. Así mismo, Kant señaló una serie de fuentes, escasamente utilizadas por los antropólogos: los relatos o libros de viajes, el teatro, la novela o la biografía. Caro, por otra parte, fue plenamente consciente de lo imprescindible del apoyo teórico, sin el que carecería de sentido la acumulación de datos, para cualquier tarea que se pretenda científica. Buen conocedor de la teoría, utilizará una metodología antropológica, incluyendo la práctica asidua del trabajo de campo, admitiendo expresamente la influencia de las obras de los antropólogos funcionalistas y proponiendo la sustitución del análisis morfológico por el funcional: «Al dar a mi libro el título que le he dado, he procurado subrayar mi interés por este problema estructural, por no decir funcional, ya que la primera palabra parece estar ahora más en boga que la segunda» (Las brujas y su mundo, Madrid, 1979, p. 108). Será, sin embargo, consciente de las limitaciones del funcionalismo, de una metodología exclusivamente sincrónica --rechazará la unilateralidad metodológica: «Al poner todo el acento en el método, se deforma la cosa hasta convertirla en caricatura »--, especialmente para el estudio de sociedades complejas. Preocupado por el hombre cercano, por las sociedades con cultura escrita, con archivos, para las que el análisis histórico resulta fundamental, desemboca en una metodología, según sus propios términos, estructural-histórica --«Creo, sin embargo, que hoy día estamos en situación de hablar de algo que podría llamarse "estructuralismo" o "funcionalismo histórico"»-- que expresamente afirma utilizar en Los judíos en la España moderna y contemporánea.

Antropología histórica, historia social, etnohistoria, los perfiles se desdibujan, pues, como ha señalado Carmen Ortiz, en Caro Baroja caben todas las combinaciones posibles entre antropología e historia. Caro aplica a los estudios históricos los métodos estructural-funcionales de los antropólogos, a los que, cercano a Evans Pritchard, dota de dimensión histórica. Autodefinido también como «historiador social», mas, como veremos, consciente de la indisoluble unión de la historia y de la antropología, podríamos encuadrar el trabajo de Caro en lo que se viene denominando etnohistoria. Se trata, para Nipperdey, de un tipo de historia con este punto de partida: «El mundo humano histórico se constituye en una relación triple de sociedad, cultura y persona: las estructuras sociales, culturales y personales se encuentran en una relación de interdependencia recíproca, un hecho que, por ejemplo, cualquier buena novela del siglo XIX clarifica a la intuición precientífica. Aclarar esta interdependencia históricamente por encima de los modelos abstractos de la sociología es la tarea de una ciencia de la historia orientada antropológicamente. Además, partimos de que un sistema social y cultural está referido a la persona, la forma y ha de interpretarse a partir de ella». Una historia, por tanto, centrada en la integración, en la interdependencia, en el establecimiento de relaciones, sin determinaciones ni jerarquizaciones previas, abarcando lo objetivo y lo subjetivo, lo sociológico y lo psicológico.

A la luz de las anteriores consideraciones y de la precisa caracterización que, como hemos visto, hace Greenwood de la obra de Caro, se advierte en qué medida se abrieron con ella nuevas vías a la investigación, adelantándose en bastantes años, recuerda Chevalier, a los practicantes de la 'nueva historia'. Añádanse otros aspectos, como la trascendencia de la «larga duración» --«el hombre moderno», dirá, «se parece en muchos [rasgos] al hombre antiguo», de donde la continua referencia a los clásicos--, junto con su profundo sentido del tiempo: cambio y continuidad , trátese de las profundas transformaciones del mundo tradicional o, en general, de cualquier identidad étnica o cultural que, lejos de todo esencialismo, es siempre variable, dinámica; la concepción compleja del conflicto social, en el que juegan un papel importante los linajes o las solidaridades verticales --«la división de cualquier sociedad en dos parcialidades o bandos es cosa tan normal que resulta imposible el aplicar únicamente el criterio de la «clase social» o el de «institución» para explicar las luchas que surgen dentro de ella»--, su persistencia, formas cambiantes y las muy diversas maneras de asumirlo por los individuos implicados; la permanente dimensión comparatista, buscando la relación espacio-temporal de hechos y fenómenos históricos o actuales: «el drama que tuvo lugar en la España de los siglos XVI y XVII es de carácter muy parecido al que ha ocurrido más modernamente en Alemania o a los que se han desarrollado en otros países de Europa como Rusia, Polonia y Hungría, cuando el elemento judío llegó a alcanzar gran importancia»; la orientación ecológica de sus estudios sobre economía, trabajo y tecnología popular; la singularidad de sus aportaciones al estudio de las mentalidades, utilizando nuevas fuentes, tales como las fiestas, las creencias mágicas y religiosas, la lengua, el folklore, la literatura popular; lo biográfico, en fin, adquiere singular importancia como forma de acceder al conocimiento de una realidad, de una época, trascendiendo, que no ignorando ni desvalorizando lo individual, bien subrayando la importancia de la personalidad carismática en ciertas culturas, como las nómadas, poniendo de manifiesto ciertas características del orden y del conflicto social (García Arenal) o fijando arquetipos (Castilla Urbano).

La personalidad humana y científica de Caro Baroja resulta extraordinaria: se trata de una de las figuras más destacadas del panorama intelectual europeo de los últimos años y su obra goza de un reconocimiento general. No parece, sin embargo, que, al menos directamente, haya tenido un ascendiente, real, efectivo, sobre historiadores y antropólogos, de lo que el propio Caro era consciente. Y es que Caro Baroja trató siempre de acercarse a la realidad directamente, de ver las cosas como son y como fueron en cada momento histórico, realidad indisociable de los individuos, de las personas, con sus intereses, sentimientos y pasiones, patologías, incluso, e inexplicable sin tener en cuenta la irracionalidad y el azar. Todo ello muy lejano de una historiografía actual que tiende a usar y abusar de la «invención», del constructivismo, del alejamiento de las fuentes directas, de las «identidades». Y que parece fascinada por los nacionalismos periféricos y por las historias autonómicas.

Caro criticará a los historiadores que rinden culto a modas universitarias o aceptan ciertos esquemas, socioeconómicos o de otras clases, que limitan y empobrecen la visión del pasado, reducido a recetas o fórmulas: «La experiencia vital, más que la profesión, me hace pensar esto de ver cómo lo que se escribe y dice en cátedras y aulas sobre la guerra civil, que tuvo lugar en España entre 1936 y 1939, es tan poco parecido a mi recuerdo personal; cómo se explica, se razona, se describe con una seguridad envidiable; cómo se juzga, también, sin falsificar datos en lo que tienen de más formal, pero proyectando sobre ellos luces y sombras... admitiendo y realzando a discreción» (J. Caro Baroja, Las falsificaciones de la Historia (en relación con la de España), Barcelona, 1992, pp. 198-199). Gutiérrez Estévez ha hablado, incluso, del «cordón sanitario» que la antropología profesional impuso en una obra difícil de explicar en clase, «de acomodarla a los esquemas pedagógicos de la sucesión de escuelas, de someterla a orden y sistema».

Jon Juaristi ha puesto de relieve, sin embargo, la influencia que para una generación de vascos, cuyo perfil político traza --nacionalistas en los sesenta, izquierdistas en la década siguiente, vagamente socialdemócratas en los ochenta y absolutamente desengañados ante la zarabanda de identidades del cambio de siglo-- han tenido algunas ideas de Caro Baroja. Dos especialmente: lo inevitable del conflicto entre el discurso de la historia y las ciencias sociales y los intereses políticos, por una parte, y, por otra, el carácter mutable y precario de las identidades colectivas. No hay, pues, una identidad nacional vasca. No hay una, sino muchas maneras de ser vasco. En sus libros Los vascos (1949), Sobre la identidad vasca: Ensayo de identidad dinámica (1983) o El laberinto vasco (1985), Caro sostendrá que el «problema vasco» no es sino un problema de los vascos o, mejor aún, que los vascos mismos son el problema. No hay que ir a buscar causas exteriores. Los políticos complican innecesariamente lo que es susceptible de un análisis más sencillo: «la raíz de la violencia cree encontrarla Caro Baroja en una autovisión errónea de los propios vascos, autovisión de la que surge, paradójicamente, el ideal de una identidad integradora» (J. Juaristi, «El testamento de Jaun de Itzea», Revista de Occidente, 184, p. 42; cfr., así mismo, J. P. Fusi, País Vasco. Pluralismo y nacionalidad, Madrid 1984). Caro, crítico del unitarismo liberal del XIX y de la legislación vindicativa del franquismo, habrá de romper, a partir de 1980, con los medios nacionalistas por su política lingüística, su hostilidad hacia la autonomía navarra y «la falta de decisión -cuando no la retórica exculpatoria- de las autoridades nacionalistas ante el terrorismo de ETA». Totalmente defraudado, abrumado por el desastre, dirá: «La única esperanza para Euzkadi es el cansancio, pues este país vive en tiempos de tragedia, y la tragedia se basa en una falta de adaptación absoluta a su espacio y a un desconocimiento total del tiempo en que vive» (El laberinto vasco, San Sebastián, 1984).

- - - - - - - - - -

• Tomado de: http://www.revistasculturales.com/articulos/97/revista-de-occidente/460/1/julio-caro-baroja-h-antropologica.html

= = = = = = = = = =

Las múltiples vidas de Julio Caro Baroja

Recuerdo del polígrafo español y vasco con motivo de reeditarse Las falsificaciones de la historia

JUAN GOYTISOLO

El País, Madrid, 04/02/2007

"Si el señor Galdós, en vez de escribir antes de ésta unas treinta novelas, las mejores que se han escrito en España en este siglo, hubiese escrito una novela mediana, otra buena y otra mala, y enseguida se hubiese pasado al Duque de la Torre y después a Cánovas y después a Sagasta o al diablo en persona; si se hubiese hecho político, otra crítica le cantara y entonces vería que escribir él cuatro renglones y pasmarse la prensa entera de admiración y entusiasmo era cosa de un momento (...), pero nadie ha dicho a 'La desheredada' 'ahí te pudras'".

Estas líneas de Clarín sobre su colega y amigo anticipan con nitidez lo ocurrido casi un siglo después con la obra de otro de los grandes escritores peninsulares de la centuria que dejamos atrás. Antropólogo, historiador, memorialista, investigador, erudito, autor de biografías ficticias, la curiosidad humana e intelectual de Julio Caro Baroja carecía de límites y mostraba unos conocimientos enciclopédicos que muy pocos compatriotas suyos soñaron siquiera imaginar. A caballo entre un género y otro, desdibujando deliberadamente sus lindes, era ese ejemplar de creador inasible, reacio a todo esquema clasificador. La hondura y diversidad de su vocación interdisciplinaria -en los antípodas de la erudición reiterativa y cansina de muchos de sus colegas académicos- suscitaban el recelo de éstos y un distanciamiento cortés, pero eficaz, que le acompañó de por vida. La libertad y la independencia artística, política y moral eran sus bienes más preciados y aceptó con lucidez e ironía el precio que debía pagar por ellas. Si, con su habitual miopía y sordera, la institución literaria no le premió, él supo acomodarse a su aislamiento con más humor que resignación. Como escribió en EL PAÍS de 18 de agosto de 1978, a los viejos no "pueden mandarnos siquiera a la m... Ya estamos en ella. Y bien dentro".

Recorrer la vastísima obra de Julio Caro Baroja es enfrentarse al abanico de ofertas de una tentadora lista a la carta. ¿Qué plato escoger entre las especialidades de un auténtico sibarita de oficio? ¿Los trabajos del antropólogo sobre Andalucía, Extremadura y Navarra?

¿Las memorias familiares del clan de Los Baroja? ¿Sus críticas del supuesto carácter nacional, elaboradas a partir del concepto unamuniano de 'intrahistoria'? ¿El análisis del antisemitismo español y de la suerte desdichada de los moriscos? ¿Su desmitificación certera del nacionalismo identitario? ¿Los estudios acerca de las estructuras tribales del ex Sáhara español y del ámbito rifeño de Gomera, adonde fue de la mano de Tomás García Figueras, el mejor estudioso de nuestro antiguo Protectorado en Marruecos? ¿O bien sus dardos bien dirigidos a la modernidad suicida que destruye el hábitat natural y lo sustituye por una mineralización "a troche y moche"? ¿O sus reflexiones premonitorias tocantes al efecto demoledor de la ubicuidad de los medios audiovisuales? El lector se pierde en el océano de una obra escrita, diríase, en el curso de múltiples vidas. En el brete de escoger entre manjares tan suculentos, me resolveré a hacerlo con su estudio magistral de Las falsificaciones de la historia, reeditado recientemente por el Círculo de Lectores.

"Los grandes intereses son siempre causa de grandes falsificaciones", dice nuestro autor, y mezclan de ordinario, añade, una fe ardiente por parte de sus artífices con un amor sin tacha a la tierra nativa y una "erudición extensa, pero no crítica". El disparatario que analiza provoca hoy risa, mas suscitaba antaño adhesiones entusiastas y alentaba una proliferación de glosas líricas en sintonía con el romanticismo. Espiguemos algunos ejemplos de ello: 'Nabucodonosor, rey de España', obra del padre Argaiz; 'Crónica de don Servando', supuesto confesor de don Rodrigo, el último rey godo; Id, de don Pelayo, "obispo de Oviedo"; falso diploma de Ramiro I sobre la inexistente batalla de Clavijo, ganada por Santiago Apóstol... Para Antonio de Viterbo -contemporáneo de los Reyes Católicos, a quienes dedicó su vasta obra, presunta traducción de Beroso, autor caldeo del siglo IV antes de Cristo-. Noé, Jafet y Túbal establecieron la monarquía en España e introdujeron en nuestras tierras las letras, la poesía y la filosofía moral 143 años después del diluvio y 730 antes de la fundación de Troya. Décadas después, de acuerdo con Florián de Ocampo (1495-1558), Túbal penetró por Andalucía, atravesó Portugal y fundó Tafalla, en donde recibió la visita de su abuelo Noé y falleció 195 años después de su venida. En cuanto a Esteban de Garigay (1523-1590), a quien Caro Baroja consagró una obra en la que la sabiduría se entrevera con el humor, fue el precursor del vasquismo romántico de Garay de Mongeave: Túbal, oriundo de Armenia, ¡hablaba euskera y fundó su reino entre Tudela y Tafalla! A fray Alonso Maldonado, su prurito científico le lleva a concluir que desde el 'Fiat lux' divino hasta el 8 de abril de 1605, fecha de nacimiento de Felipe IV, transcurrieron 5.559 años "justos y cabales". Conforme a Lupián de Zapata, ¡los primeros reyes de España habían sido nada menos que Adán y Eva, de quienes descenderían por línea directa los monarcas de la dinastía reinante! Otras imposturas, como la crónica de Turpín en torno a Carlomagno y Roncesvalles, el ciclo épico de Bernardo del Carpio o los famosos plomos del Sacromonte granadino, son más conocidas y han sido objeto de estudio por historiadores de fuste, desde Menéndez Pelayo hasta Francisco Márquez Villanueva. Analista riguroso, pero antropólogo no exento de simpatía por el fondo mítico que escudriña, Caro Baroja desmonta las fantasías en torno a Pelayo, Covadonga y Santiago sin desdecirse de su comprensión cariñosa con quienes creyeron ciegamente en ellas.

Sus distintos acercamientos y calas a la realidad del País Vasco desde un punto de vista antropológico, histórico, cultural, político e ideológico revelan asimismo una extraordinaria capacidad de discernimiento ajena a todo reductivismo y designio manipulador. En su doble condición de español y euskaldún, Julio Caro Baroja se adentra en El laberinto vasco sin anteojeras de ningún orden, atento a esquivar las trampas del credo nacionalista y de su obsesión identitaria. Contrariamente a Arzalluz y los suyos ("Los vascos no nos hemos movido de sitio desde hace treinta mil años"), rechaza, pruebas en mano, la existencia de una identidad estática, frente a la que propugna otra, mutante y dinámica, exenta de todo lastre esencialista y sujeta a ciclos históricos de apertura y retracción. La transformación del vizcaíno, español al cuadrado en cuanto no sospechoso de contaminación judaica -recuérdese su orgullosa prosapia en la obra de Cervantes-, en independentista batasunero es vista a la luz de las guerras carlistas del XIX y la pérdida de sus Fueros. En virtud de esos vuelcos tan frecuentes en individuos y colectivos de creencias firmes y de apego sentimental a lo propio, el carlista de ayer, de boina y tragaderas anchas, es el 'abertzale' de hoy, capaz de comulgar como aquél con toda la ciencia infusa de mitólogos de la especie de Sabino Arana. Como dice Caro Baroja, "el amor al propio lugar de nacimiento, unido al fervor religioso y a veces también a cierto orgullo genealógico, son siempre factores que contribuyen a la creación y luego a la difusión de las falsificaciones".

Leyendas y mitos románticos

Con su anteojo prismático de antropólogo e historiador, el autor de Las brujas y su mundo desmitifica las leyendas y ensoñaciones románticas en cuyas fuentes bebió el padre del nacionalismo vasco. La idea del vascongado puro, sin mezcla ni contaminación algunas, es obviamente una fantasía digna de las reseñadas por el abate Masdeu en su "España fabulosa"; pero quienes la manipulan hoy de forma interesada necesitan convertir a su pueblo, como señala Caro Baroja, en figurante de su "escenografía imaginaria". El nacionalismo esencialista que sólo mira hacia atrás y fomenta el exclusivismo ha conducido y conduce a la guerra y a la autodestrucción. Como el falangista y cruzado católico de 1936 o el serbio "jurásico" enardecido por la retórica de Milosevic, etarras y batasuneros se creen investidos de una misión --la de "la unidad de destino en lo universal"-- cuyo cumplimiento es un deber sagrado. La reflexión de Caro Baroja, forjada en el curso de los acontecimientos que condujeron desde la dictadura franquista hasta la transición democrática, constituye un instrumento indispensable para la comprensión de las prisiones identitarias a las que apunta certeramente también Jean Daniel en su lúcido análisis del movimiento sionista, antes y después de la creación del Estado de Israel. El escudo de Arquíloco, de Juan Aranzadi, y el ensayo esclarecedor sobre el tema de Rafael Sánchez Ferlosio, publicado en EL PAÍS hace ya algunos años, trazan un paralelo ponderado entre ambas utopías --nacional una, nacional religiosa la otra-- que quienes creemos en un Estado de ciudadanos, en el que los derechos del individuo no pueden ni deben ser avasallados por los de una supuesta o real voluntad colectiva, deberíamos convertir en sujeto obligado de meditación.

Los estudios carobarojianos respecto a los moriscos aragoneses y del reino de Granada -campo explorado luego, entre otros, por Márquez Villanueva y Soledad Carrasco Urgoiti-, así como el dedicado a la sociedad criptojudía en la corte de Felipe IV y los tres volúmenes sobre Los judíos en la España moderna y contemporánea, convergen con la labor desmitificadora emprendida por Américo Castro, Albert Sicroff y Domínguez Ortiz. Obligados a vivir con sigilo y prudencia en razón de la tiranía de la opinión común y la vigilancia del Santo Oficio, los descendientes de quienes "recibieron el bautismo de pie" crearon, como sabemos, unos modos de expresión y formas literarias innovadores y complejos, cuyos distintos niveles interpretativos se dirigían a la vez al discreto lector y al temido y menospreciado vulgo. Dichas estrategias defensivas, desde la ironía de doble filo cervantina hasta el pesimismo cósmico de La Celestina y Guzmán, iluminan los estudios de nuestro autor sobre el "Destino del judío hispánico" y sus tan amenas como bien documentadas calas en los procesos de los que fueron víctimas numerosos cristianos nuevos por meras sospechas de "anomalía" o por las denuncias anónimas de los que se sirvieron sin rebozo los ardientes centinelas de nuestra fe. Junto a la encubierta labor de esos acechadores no estipendiados de vidas ajenas, Caro Baroja analiza también la llevada a cabo por plumas, mercenarias o no, que, como la de Quevedo, azuzaban la jauría inquisitorial con panfletos como Execración de los judíos, a quienes nuestro genial poeta compara con ratas y alimañas y propugna su exterminio. Un repaso a la obra heterogénea y aguijadora de don Julio nos aclara la razón de muchos silencios y enigmas de la historia que pesan aún en nuestro subconsciente y pueden aflorar en épocas de crisis.

"España entera vivía en régimen de delación y sospecha para mantener aquel orden perfecto", escribe Caro Baroja en El señor inquisidor y otras vidas por oficio y, como para ilustrar sus palabras, nos refiere la historia del griego Demetrio Phocas, acusado --como otros paisanos suyos, forzados a renegar de su fe por los otomanos antes de que hallaran refugio en los dominios de Su Majestad Católica-- de prácticas mahometanas y de espionaje a favor de los turcos. El capítulo que le dedica podría haber sido materia de un cuento estupendo, género que, como veremos luego, fue cultivado también con maestría e ingenio por nuestro escritor: el delator anónimo sostenía que Demetrio "rezaba en griego al modo turquesco" y practicaba las abluciones rituales de su secta, lo que le acarreó el auto de prisión y un largo proceso cuyos vericuetos desembocaban en la constatación de un error. "La triste verdad", dice el autor de Las brujas y su mundo, "era que el antiguo "chauz" padecía de una fístula anal o de un mal semejante que le obligaba a llevar a cabo con frecuencia ciertos lavatorios que, a lo que parece, no eran de lo más comunes en nuestro país en aquella época de higiene limitada". A la aclaración de tan peligroso equívoco, Caro Baroja añade la sorpresa final del nombre del traductor toledano que actuó a lo largo del proceso ante el Santo Tribunal; ¡Dominico Teotocopoli, es decir, el "Greco"! ¿Ficción, historia? La realidad a secas, nos muestra don Julio, oficia a veces de realidad virtual.

Igualmente aguijador es el capítulo del mismo libro sobre el Ícaro hispano: el hombre o "avechucho" que voló en Plasencia. Después de establecer una crónica del suceso, con sus variantes y versiones contradictorias --estrellamiento inmediato del emplumado; vuelo de un cuarto de legua hasta caer conjurado por los testigos de su orgullosa blasfemia de que Dios no podía ni sabría construir un artilugio mejor que el suyo--, Caro Baroja reproduce el testimonio, muy posterior a los hechos, del abate Antonio Ponz. Según él, el Dédalo placentino, acogido a sagrado para huir de la autoridad civil por un delito no especificado, resolvió escapar de su encierro y para ello decidió dos cosas: comer poco para adelgazarse y que todo su alimento fuese de aves, las que mandaba llevar con sus plumas, hasta que juntó gran porción. Pesaba, según el viejo, la carne de las aves peladas y luego sus plumas, y sacaba por cómputo fijo que para sostener dos libras de carne eran necesarias cuatro onzas de plumas; así averiguó el peso de la gallina, perdiz, etcétera, con el respectivo de sus plumas.

Averiguada dicha proporción, sacó por consecuencia que tantas libras o arrobas que él pesaba necesitaban tantas onzas o libras de plumas para mantenerse en el aire, y, juntándolas, las pegó con cierto engrudo a los pies, cabeza, brazos y a todas las demás partes del cuerpo, dejando hechas dos alas para llevarlas en las manos y remar con ellas; así se arrojó este emplumado al viento, y después del trecho referido se precipitó, haciéndose pedazos.

¿Quién puede sostener, después de leer esto, que España no fue la nación pionera en el invento de la aviación?

La afición apasionada de Caro Baroja por el mundo hechiceril --pasión compartida con su admirado Goya-- le condujo a examinar, con un rigor no exento de simpatía por los confusos estados de conciencia de brujas y brujos, las creencias mágicas de nuestros ancestros, desde la figura de la hechicera en el mundo greco-latino hasta su controvertido estatus en el Renacimiento. Con una erudición apabullante, capaz de aunar distintos planteamientos cognoscitivos, repasa los ritos de los adoradores del diablo --posesiones demoniacas, aquelarres, pisoteo de las Sagradas Formas, cópula carnal con machos cabríos-- en el universo mítico germano, italiano y francés, para demorarse al fin en el ámbito familiar de la brujería vasca. Su doble conocimiento de las leyendas y tradiciones del terruño y de las actas de los procesos inquisitoriales --cada una de las cuales podría ser objeto de un cuento, cuando no de una novela por entregas-- le permite adueñarse del tema y del interés del lector con un virtuosismo que señala la presencia entre bastidores de un gran escritor. La afinidad entre sus percepciones ambiguas y las que inspiraron los dibujos y aguafuertes del Gran Sordo no puede ser más explícita: "Nadie que contemple hoy las obras de Goya pensará que corresponden a la misma fría y seca manera de considerar el asunto de hombres como Moratín o Jovellanos, preocupados por desterrar malos hábitos legales, instituciones corrompidas, creencias añejas. En Goya tenemos como un antecesor genial del hombre moderno. Es antropólogo, psiquiatra, psicólogo y sociólogo a la vez. Es, por encima de todo, un humorista terrible, no un temperamento irónico como sus amigos, muy pagados de sí y seguros de que los demás eran los que erraban. Goya se burla y se lamenta de todo: y este lamento arranca, tal vez, de la consideración de sus propias debilidades y achaques". Su coincidencia con la visión de Malraux merecería un estudio aparte.

Santa Eufrosina

Otra faceta creadora carobarojiana que no ha atraído, salvo excepciones honrosas, la atención de la crítica literaria es la de las biografías y relatos imaginarios, como 'Las veladas de santa Eufrosina', en la que nuestro autor, en plena posesión de sus recursos y procedimientos narrativos, disemina de forma cervantina la autoría de lo escrito entre personajes distintos: el narrador, el erudito y excéntrico Giulio o Griggone; el ilustrador, Giulio Caro; y el prologuista, Julio Caro Baroja. Como con el "primer autor" del Quijote, "los autores que sobre este caso escriben", el manuscrito arábigo de Cide Hamete Benengeli y la intervención del poco fiable traductor morisco, la diversidad de autorías quita a éstas toda autoridad e introduce al lector en el fecundo territorio de la duda. En otra ocasión me extenderé en estos deliciosos relatos, impregnados de humor e ironía, coetáneos de mis dos obras más cervantinas, 'El sitio de los sitios' y Las semanas del jardín.

Vuelvo ahora al comienzo y a las reflexiones de Clarín sobre su tiempo, que podrían aplicarse asimismo al nuestro: "Cada vez se piensa y se lee y se siente menos; se vegeta. Se aplaude lo malo, se intriga y se crean reputaciones absurdas en pocos días, y es inútil trabajar en serio. Nadie ve, nadie oye, nadie entiende nada, y los que pudieran ver, oír y entender se cruzan de brazos".

La desatención a la obra inmensa y aguijadora de Caro Baroja parece justificar el pesimismo del autor de 'La regenta'. Pero me digo, no obstante: ¿no será ello producto de la siempre injusta institución literaria de todas las épocas?

- - - - - - - - -

• Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/reportajes/multiples/vidas/Julio/Caro/Baroja/elpepusocdmg/20070204elpdmgrep_8/Tes

= = = = = = = = = =

Un libro reúne la correspondencia entre Caro Baroja y Gerald Brenan

MARGOT MOLINA - desde Sevilla -

El País, Madrid, 08/05/2006

"Durante varios años, al llegar a Andalucía por Despeñaperros, he tenido siempre una sensación extraña de que me acercaba a algo que me era menos indiferente que Castilla y La Mancha... Los soldados franceses que ante el paisaje andaluz presentaron armas, según la vieja anécdota, quedaron subyugados de modo colectivo, como tantas otras personas lo hemos estado en forma individual", así explicó Julio Caro Baroja la fascinación que sintió por Andalucía desde su primer viaje, en 1947. Ese amor que el antropólogo vasco sintió por esta tierra fue el detonante de una fructífera amistad con el hispanista inglés Gerald Brenan (Malta, 1894-Alhaurín el Grande, 1987), quien se había instalado en España en 1919.

Churriana, un pueblo malagueño que a mediados del siglo XX era la suma de exuberantes fincas, se convirtió así en el epicentro de un importante encuentro entre dos de los intelectuales que mejor han reflejado las costumbres del pueblo andaluz.

El libro Una amistad andaluza. Correspondencia entre Julio Caro Baroja y Gerald Brenan, publicado por la editorial madrileña Caro Raggio el pasado febrero, reúne nueve cartas de Caro Baroja al hispanista y 41 de Brenan al antropólogo. Las misivas están fechadas entre 1953 y 1970 y son el resultado de un trabajo de investigación que Carmen Caro (Madrid, 1962), sobrina del escritor vasco, ha realizado para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de su tío.

Julio Caro Baroja (Madrid, 1914-Vera de Bidasoa, 1995) tuvo una abuela malagueña, pero su acercamiento a Andalucía comenzó con los trabajos etnográficos que realizó a principios de la década de los cincuenta. El autor de Los pueblos de España oyó hablar de don Geraldo (como llamaban a Brenan en Las Alpujarras) en el pueblo de Yegen (Granada) en 1953, dónde el inglés había vivido tras la I Guerra Mundial.

"La primera carta la escribió Caro Baroja a Brenan en 1953, pero no se conserva; así que el libro comienza con la respuesta del hispanista en inglés. Cada uno escribió siempre en su idioma, algo que hemos respetado incluyendo la traducción al castellano", explica Carmen Caro, quien ha sido subdirectora general de Coordinación Bibliotecaria del ministerio de Cultura.

"Estoy segura que mi tío escribió muchas más de 11 cartas a Brenan y tengo la esperanza de que aparezcan por algún sitio, porque sé que muchos de sus documentos se han dispersado", comenta Caro, quien alterna su faceta de editora, en la empresa familiar que fundó su abuelo en 1917, con la de pintora.

"Lo que les unía era su amor por los libros y fue Brenan quien convenció a Caro Baroja para que comprara una casa en Churriana, donde él vivió el año antes del estallido de la Guerra Civil y de 1953 a 1970", añade la editora.

- - - - - - - - - -

• Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/andalucia/libro/reune/correspondencia/Caro/Baroja/Gerald/Brenan/elpepuespand/20060508elpand_16/Tes

= = = = =

José Antonio Maravall (1911-1986)



Don José Antonio Maravall Casesnoves (Játiva, 1911-Madrid, 1986)
(Foto de Manuel Escalera, El País, 23-12-06)

- - - - - - - - -

José Antonio Maravall (1911-1986)

Por Pedro Álvarez de Miranda

La repentina muerte de José Antonio Maravall, acaecida el pasado 19 de diciembre [de 1986], ha supuesto la desaparición de una de las figuras unánimemente respetadas y admiradas del hispanismo mundial. Para sus muchos amigos y discípulos ha representado, además, la pérdida inesperada y dolorosísima de una persona de enorme disponibilidad afectiva e intelectual. Sabíamos, sí, que su corazón había sufrido anteriores embates. Pero acaso creíamos, confiados en la misma fortaleza con que había podido resistirlos, y desentendiéndonos de su edad (ese "cálculo ajeno a la inmediata / sensación de vivir" decía Guillén, profesor un tiempo del jovern Maravall), acaso ingenuamente creíamos, digo, que el alto privilegio de poder contar con su palabra amistosa e iluminadora había de durarnos siempre. Hoy nos faltan irremisiblemente ese hilo de voz cálida y esos ojos dulcemente penetrantes que estarán en el recuerdo de todos los que conocieron al profesor José Antonio Maravall. Nos quedan, afortunadamente, el ejemplo de su persona y la increíble riqueza de su obra.

Fue Maravall catedrático de historia del pensamiento político y social de España en la Universidad Complutense, miembro de número de la Real Academia de la Historia, director de Cuadernos Hispanoamericanos, profesor visitante de varias universidades fuera de España, asesor de Hispanic Review, y muchas otras cosas. Quienes deseen conocer con detalle su trayectoria vital y académica pueden acudir a la biografía y la bibliografía que, confeccionadas por la profesora María del Carmen Iglesias, figuran al frente del Homenaje [1985] en tres volúmenes que no hace mucho se le tributó. Ahí se deja constancia cumplidamente del reconocimiento que tanto en España como fuera de ella ha tenido la actividad científica de Maravall, y se recogen los casi treinta libros y las varias docenas de artículos que integran su riquísima producción de historiador. Lo que de esta última produce verdadero pasmo es la capacidad de Maravall para moverse con [p. 409] idéntica facilidad en las distintas etapas de nuestra historia, desde el Medievo (El concepto de España en la Edad Media [1954]) hasta nuestro siglo (ensayos sobre Ortega o sobre varios autores del 98), pasando, muy especialmente, por las épocas del Renacimiento o el Barroco, a las que ha dedicado alguna de sus obras más redondas, o de la Ilustración, por la que más tardíamente pero con intensidad cada vez mayor se sintió interesado.

En la misma línea de tenaz resistencia a la especialización encasilladora se sitúa otra característica no menos sorprendente de la obra de Maravall: su hondo aliento interdisciplinario, de una interdisciplinariedad al margen de cualquier moda. Que los libros de un catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología sean lectura obligada para los profesores y estudiantes de una Facultad de Filología es un hecho tan infrecuente como aleccionador. Sin hacer propiamente historia política, ni económica, ni de la literatura, el arte, la filosofía o el derecho, la peculiar manera de hacer historia que ha cultivado Maravall, una manera que algún día merecerá la pena desentrañar a fondo y que podemos denominar con él mismo historia social de las mentalidades, tiene la virtud de interesar vivamente a los que se dedican a aquellas disciplinas, pues de todas ellas toma datos para integrarlos en una contrucción global, y, lo que es más importante, tales datos adquieren en sus manos un nuevo e iluminador sentido que la mayoría de las veces había escapado al historiador especializado. Por lo que a los lectores de esta revista muy particularmente concierne, no podemos de jar de recordar la altísima calidad y la capacidad segestiva de libros como El mundo social de "La Celestina" [1964], Utopía y contrautopía en el "Quijote" [1976], La cultura del Barroco [1975] o el tan reciente sobre La literatura picaresca desde la historia social [1986]. Y si se me permite añadir otro aspecto que personalmente me resulta muy cercano, quiero señalar aquí, como ya lo he hecho en otra ocasión, la importancia de algunas esporádicas contribuciones de Maravall a la historia de determinadas unidades léxicas --civilización, felicidad, sensibilidad, industria y fábrica, estadista-- en cuya aparición o modificación de sentido sabía él ver indicios elocuentes de un cambio en la historia del pensamiento.

Ni que decir tiene que todo esto solo es posible si se cuenta con un caudal de lecturas tan apabullante como lo era el de Maravall, persona dotada en grado sumo de esa inagotable curiosidad intelectual tan grata a los ilustrados, y asentada en él sobre la base de un profundo conocimiento de las ciencias sociales. No era Maravall investigador de archivo: era, sí, lector incansable, lector de todo lo español, por supuesto, pero también, no lo olvidemos, de cuanto podía de lo extranjero, para atender a su constante propósito de interpretar la historia de España como indisolublemente unida a la historia europea. Era, asimismo, sumamente metódico en su trabajo: recuerdo haberle oído contar con toda sencillez que cuando leía sacaba notas destinadas a los varios trabajos en los que simultáneamente estaba pensando, y las iba distribuyendo en las correspondientes carpetas; [p. 410] cuando un tema y su carpeta llegaban a estar en sazón, le había llegado el turno a un nuevo artículo o a un nuevo libro. Añádase a todo esto su reconocida facilidad para la escritura, y se empezará a entender la admirable fecundidad intelectual del profesor Maravall.

Entre sus cualidades humanas querría destacar, junto a una amabilidad y una cortesía exquisitas, de auténtico caballero, la capacidad para ser generoso con su tiempo. Gracias a ella muchos que, como yo, no tuvimos la suerte de recibir su magisterio en el aula, pudimos beneficiarnos de su hondo saber y de sus consejos en la conversación privada. Recordaré siempre como una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida aquellas largas charlas que manteníamos en el cuarto de trabajo de su casa, una casa de la que José Antonio y María Teresa habían sabido hacer, a base de sencillez y de cariño, entorno acogedor.

La muerte nos ha arrebatado a José Antonio Maravall en un momento de plenitud vital y creadora: la jubilación de su cátedra en la Universidad Complutense, su paso de la dirección a la presidencia de Cuadernos Hispanoamericanos, fueron circunstancias que le permitieron consagrar aún más tiempo a su trabajo intelectual: ahí están para demostrarlo las ochocientas páginas de su último libro, La literatura picaresca desde la historia social. Hasta la víspera de su muerte trabajó en una nueva obra sobre la generación del 98 que dejó prácticamente terminada, y que seguramente podremos ver impresa. Por desgracia, otros muchos proyectos habrán quedado entre su mente y sus carpetas. La última vez que hablé con él, pocas semanas antes de su desaparición, le pregunté con extrañeza por qué no había reunido en un volumen, como había hecho con los trabajos sobre la Edad Media, el siglo XVI y el siglo XVII, los ya numerosos que tenía escritos sobre el XVIII; me contestó que desde luego pensaba hacerlo, pero que antes tenía que escribir dos o tres artículos más que le faltaban. He ahí la lección que no deberíamos olvidar: con tres cuartos de siglo a sus espaldas de vida consagrada a la docencia y la investigación, con una obra escrita suficiente para llenar varios anaqueles, José Antonio Maravall aún consideraba que tenía que hacer unas cuantas cosas más. Recordando hoy aquellas palabras, me gustaría poder decirle que no ha de preocuparse por las tareas truncadas; que sus discípulos y amigos tenemos ya mucho con todo lo que nos ha dejado; y que puede, por ello, descansar en paz. [p. 411]

- - - - - - - - -

Tomado de: Hispanic Review (Univ. of Pennsylvania Press), Vol. 55, No. 3. (Summer, 1987), pp. 409-411.

= = = = = = = = =

LIBROS:

- La teoría española del estado en el siglo XVII (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1944).

- Los orígenes del empirismo en el pensamiento político español del siglo XVII (Granada: Universidad de Granada, 1947).

- El humanismo de las armas en Don Quijote (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1948) [Revisado como: Utopía y contrautopía en el "Quijote" en 1976].

- El concepto de España en la Edad Media (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1954; 2da ed., 1964; 3ra ed., Centro de Estudios Constitucionales, 1981).

- La historia y el presente (Madrid: Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 1955).

- Teoría del saber histórico (Madrid: Revista de Occidente, 1958; 2da ed., 1961; 3ra ed. ampliada, 1967).

- Carlos V y el Pensamiento Politico del Renacimiento (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1960).

- Velázquez y el espíritu de la modernidad (Madrid: Ediciones Guadarrama, 1960; Alianza Editorial, 1987).

- Menéndez Pidal y la historia del pensamiento (Madrid: Ediciones Arión, 1960).

- "El problema del feudalismo y el feudalismo en España", introducción a: Carl Stephenson, El feudalismo medieval (Madrid: Ediciones Europa, 1961).

- Las Comunidades de Castilla: Una primera revolución moderna (Madrid: Revista de Occidente, 1963; 2da ed. revisada y ampliada, 1970; 3ra ed., Alianza Editorial, 1979).

- Los factores de la idea de progreso en el Renacimiento español (discurso leído el día 31 de marzo de 1963 en el acto de su recepción pública como miembro de la Real Academia de la Historia, contestación del P. Miguel Batllori, S.J.) (Madrid: Diana, 1963).

- El mundo social de "La Celestina" (Madrid: Gredos, 1964; 3ra ed. revisada, 1972).

- Antiguos y modernos: La idea del progreso en el desarrollo inicial de una sociedad (Madrid: Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1966).

- Estudios de historia del pensamiento español (Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1967-1975, 3 vols. [serie 1, Edad Media (1967); serie 2, La época del Renacimiento (1973); serie 3, Siglo XVII (1975)]).

- La oposición política bajo los Austrias (Barcelona: Ediciones Ariel, 1972).

- Estado moderno y mentalidad social (siglos XV a XVII) (Madrid: Revista de Occidente, 1972, 2 vols.; 2da ed., Alianza Editorial, 1986).

- Teatro y literatura en la sociedad barroca (Madrid: Seminarios y Ediciones, 1972; 2da. ed. corregida y aumentada, Barcelona: Editorial Crítica, 1990).

- La cultura del Barroco: Análisis de una estructura histórica (Barcelona: Ediciones Ariel, 1975).

- Utopía y contrautopía en el "Quijote" (Santiago de Compostela: Pico Sacro, 1976).

- Poder, honor y élites en el siglo XVII (Madrid: Siglo Veintiuno de España, 1979).

- Utopia y reformismo en la España de los Austrias (Madrid: Siglo Veintiuno de España, 1982).

- Estudios de historia del pensamiento español, serie 1: Edad Media (3ra. ed. ampliada, Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1983).

- Estudios de historia del pensamiento español, serie 3: El siglo del Barroco (2da. ed. ampliada, Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1984).

- Antiguos y modernos: Visión de la historia e idea del progreso hasta el Renacimiento (Madrid: Alianza Editorial, 1986).

- La literatura picaresca desde la historia social (siglos XVI y XVII) (Madrid: Taurus, 1986).


* Principales reediciones póstumas:

- Estudios de historia del pensamiento español, siglo XVIII, introducción y compilación de Ma. Carmen Iglesias (Madrid: Mondadori España, 1991).

- Estudios de historia del pensamiento español (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999, 4 vols. [serie 1, Edad Media; serie 2, La época del Renacimiento; serie 3, El siglo del Barroco; serie 4, Siglo XVIII]).

- Escritos de historia militar, Carmen Iglesias y Alejandro Diz, eds. (Madrid: Ministerio de Defensa, Secretaria General Técnica, 2007).


* Homenajes:

- Homenaje a José Antonio Maravall, reunido por Ma. Carmen Iglesias, Carlos Moya, Luis Rodríguez Zúñiga (Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas, 1985, 3 vols.).

- Homenaje a José Antonio Maravall: 1911-1986 (Valencia: Generalitat Valenciana, Consell Valencià de Cultura, 1988).

- "Homenaje a José Antonio Maravall", Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid), 1990, núm. 477-478.

= = = = = = = = =

EL PAIS, Agenda - 23-12-2006

EN EL 20º ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE JOSÉ ANTONIO MARAVALL

Testimonio personal

JOSÉ MARÍA MARAVALL (ex ministro de Educación)

Se cumplen ahora veinte años desde la muerte de José Antonio Maravall. No he hablado nunca públicamente sobre él. Es posible que por pudor, o por la dificultad de encontrar palabras que expresen adecuadamente lo que representó vivir más de cuarenta años con él. Pero puede ser ahora oportuno complementar con mi testimonio personal lo que sobre mi padre se ha escrito.

Su talla intelectual tal vez quede reflejada en la revisión que de su obra hizo John Elliott para la New York Review of Books. Le definía en ella como "el principal historiador cultural en España desde la Guerra Civil"; como un "arquitecto magistral" al integrar muy diversas perspectivas en su interpretación de la Historia. Añadía que "la dimensión de sus publicaciones resulta apabullante. (...) Ningún investigador de nuestro tiempo se ha movido con tanta facilidad a través de tal cantidad de materiales". Su obra está recorrida por unas preocupaciones entrelazadas: los orígenes de la modernidad; el desarrollo del Estado y de su poder, contrapuesto al sentido de la libertad individual; la idea de progreso, confrontada a las resistencias al cambio. Estudió el impacto de fuerzas económicas y sociales sobre actitudes mentales y comportamientos culturales, integrando acontecimientos singulares en pautas colectivas. Su perspectiva era muy cercana a la historiografía francesa de Les Annales, a la de sus amigos Fernand Braudel, Marcel Bataillon o Pierre Vilar.

Le apasionó siempre la interpretación de la historia de España dentro de la historia de Europa. Formuló así, junto con Julio Caro Baroja, una de las críticas más profundas al mito de los caracteres nacionales. Es decir, a toda la mitología de una "esencia nacional" y, desde luego, a todo el casticismo que durante décadas existió en la cultura y la política española. Entendió también que España había constituido desde la Edad Media un conjunto plural de pueblos diferenciados que habían compartido una unidad que representaba mucho más que un mito. Y esa singular y compleja combinación de unidad, pluralidad y autonomía representó siempre un tema central de su vida. Influyeron mucho en él sus orígenes en Xátiva, la ciudad de los socarrats arrasada por Felipe V cuyo retrato cuelga hoy boca abajo en el Museo Municipal.

Fue siempre inauditamente joven. Su pasión por aprender, analizar nuevos temas y enriquecer la interpretación historiográfica era la antítesis misma del conservadurismo intelectual. Toda la vida le ví así. Envejecían sus rasgos, pero no su cabeza, de forma que jamás pude asimilar su edad. Le encantaba debatir. De esta forma, en la vida privada, discutíamos a partir de Teoría del Saber Histórico en qué medida podía defenderse su argumento de que la Historia puede fundamentar un conocimiento teórico, que vaya mas allá de estudios descriptivos o singulares; o, con motivo de su investigación sobre la Picaresca, si formas de desviación pueden entenderse como canales de movilidad social en sociedades cerradas.

Alcanzó su plenitud como historiador a partir de los 50 años, publicando Las Comunidades de Castilla (1963), El Mundo Social de la Celestina (1964), Antiguos y Modernos (1966), Estado Moderno y Mentalidad Social (1972), y La Cultura del Barroco (1975). A los 75 años, seis meses antes de morir, publicó una impresionante investigación, La Literatura Picaresca desde la Historia Social (1986). Recuerdo un debate que tuve por aquel entonces en la Universidad Autónoma de Madrid, con ocasión de un homenaje a Nicolás Cabrera, acerca de la edad a partir de la cual ya no se tenían ideas originales --conociendo a mi padre, esa tesis no me parecía tener sentido--.

Era un hombre tímido que escondía una infinita calidez, una personalidad apasionada y una honestidad sin límites. Así era la vida con él, acompañada por la permanente amenaza de un corazón muy frágil. Íbamos mucho al cine y al teatro: era fascinante ver con él desde películas de Claudia Cardinale al teatro de Arthur Miller. Desde el inicio de la adolescencia me fue abriendo a un océano de lecturas: la literatura francesa y sobre todo a Stendhal, Gide, Malraux, Camus, y Sartre; toda la literatura española, y sobre todo a Baroja, Valle Inclán, Salinas y Cernuda; la literatura anglosajona, y sobre todo a Woolf, Faulkner, Shelley y Eliot. Cuando escribo "sobre todo", me refiero a los autores que recuerdo como sus favoritos. Me descubrió también un horizonte muy amplio del pensamiento, que incluía desde Weber a Marx, desde Russell a Lukacs. En largos paseos hasta la librería de León Sánchez Cuesta me hablaba de otras universidades --con él empecé a saber de Princeton, de Yale, de Oxford--. Y también entendía que debería ir allí. Estoy hablando de un período que comienza hacia mitad de los años 50: en esos años negros, junto con unos pocos más, él representaba una luz en aquella lúgubre universidad. Era también una luz en la vida privada, que lo compensaba todo. Era sabio, tierno y divertido, y así fue hasta el final. Doce años después de su muerte, su nieto mayor le dedicó su tesis doctoral en Estados Unidos, debido a lo que su abuelo había representado para él.

Era también un hombre que vivía apasionadamente su tiempo. Me habló mucho de su infancia y de su juventud, de su llegada a Madrid a los 17 años, de su participación en la protesta universitaria contra la dictadura de Primo de Rivera, de la revista juvenil en la que colaboraron Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Luis Cernuda. Del entusiasmo con que vivió el nacimiento de la República. Y también de su experiencia posterior, una frustración que arrancó en 1934. Esa experiencia la contó en bastantes lugares: "Me sentía, desde el 36, traicionado. El partido socialista y el partido republicano habían perdido la guerra. El partido comunista, que tenía un solo diputado, se hacía con el poder... Yo admiraba a Prieto... Convencido de que hay cosas de la República que no me gustan, pero, en cualquier caso, el gobierno de la República es el gobierno legítimo de España, me fui a Madrid".

Supe bien cómo vivió la guerra en el ejército de la República, en la división de Cipriano Mera, primero en Madrid, después en Almansa, Alcoy y Figueras. Superó la depuración posterior con la ayuda de Alfonso García Valdecasas y Eugenio d'Ors. Conocí asimismo los artículos que escribió en los años 40, de retórica ampulosa, a favor del régimen franquista. Y también la amargura posterior que sintió por ellos. De pocos años después, hacia 1948, arrancan mis recuerdos personales directos.

Es cierto que sus años posteriores en Francia tuvieron sobre él una profunda influencia, tanto intelectual como política. Publicó allí La Philosophie Politique Espagnole au XVII Siècle y desarrolló una relación muy profunda con historiadores franceses. Por entonces admiró mucho a Pierre Mendès-France, el gran político del partido radical en la IV República. Volvió por París infinidad de veces, siendo catedrático asociado de la Sorbonne entre 1969 y 1971 y, posteriormente, doctor honoris causa por las universidades de Burdeos y Toulouse. En este último periodo, su admiración política se centraba en Michel Rocard. Frente a lo que a veces he leído, le apasionaba la política. Por más que los problemas de su corazón durante treinta años le restringieran, vivió la llegada al poder de Harold Wilson en Gran Bretaña y de John Kennedy en EE UU con esperanza juvenil. Y con una pasión y esperanza muy grandes, la transición a la democracia en España.

Le indignaba la injusticia y jamás entendió que la concordia significara silencio. En la Biblioteca José Antonio Maravall de la Universidad de Castilla-La Mancha se conservan documentos que dan cuenta de ello --su correspondencia con Claudio Sánchez Albornoz, Pierre Vilar, Francisco Ayala, Ramón Carande, Fernand Braudel, o María Zambrano, su interesante intercambio de cartas con Carmen Díez de Rivera al llegar Adolfo Suárez al poder, su muy larga carta a Felipe González analizando momentos difíciles de 1979--. Admiraba mucho a Suárez; a González le escribía al concluir su carta "Por mis años y otras circunstancias personales, no tengo individualmente más futuro que el de administrar con la mayor precisión el tiempo que me queda, al objeto de lograr dar fin a la obra que me he propuesto dejar hecha. Pero he querido hacer un paréntesis para que alguien como yo le afirme, con el máximo de interés hacia el país, cuyo drama he vivido día a día: tal vez en ninguna ocasión contemporánea he visto a un político español capaz de despertar mayor y más estimable confianza". Allí se conservan también copias de las cartas de denuncia que firmó por las torturas a mineros y el rapado de cabeza de sus mujeres, como la que en 1965 originó el panfleto de respuesta promovido por el Ministerio de Información, entonces dirigido por Manuel Fraga Iribarne, titulado Los Nuevos Liberales. O las reiteradas cartas de protesta que escribió contra acciones represivas en la universidad y de solidaridad con los estudiantes. Al dirigir Manuel Fraga Iribarne el Instituto de Estudios Políticos en 1961, mi padre salió de allí con Enrique Tierno Galván y Carlos Ollero. Años después, de nuevo Manuel Fraga Iribarne, junto con Gonzalo Fernández de la Mora, intentaron desde el gobierno que cesara como director de la revista Cuadernos Hispanoamericanos "por ser del otro lado". Figuran en esa biblioteca abundantes testimonios de su defensa de la tolerancia: al final de su vida declaraba: "Hoy sigue habiendo en la derecha... algunos que siguen practicando como oratoria parlamentaria de oposición el exabrupto en cascada".

Mi padre fue, por encima de todo, un investigador de estatura inmensa. Esa es sin duda la dimensión de su vida que es relevante públicamente. Creo, sin embargo, que aspectos menos conocidos de su personalidad pueden contribuir a entenderle mejor. Habitaba en un territorio académico bastante alejado del mío: por ello, más que de sus obras, aprendí sobre todo de su persona, de su inteligencia y su sabiduría. Y de él he aprendido más que de nadie.

- - - - -

Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/agenda/Testimonio/personal/elpepigen/20061223elpepiage_6/Tes

= = = = = = = =

EL PAIS, Cultura - Madrid, 20-12-2006

20º ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE JOSÉ ANTONIO MARAVALL

El historiador y la política

ANTONIO ELORZA

El historiador Antonio Elorza realiza en este texto una semblanza del también historiador José Antonio Maravall (Játiva, Valencia, 1911-Madrid, 1986), de quien ayer se cumplió el 20º aniversario de su muerte. Hoy, a las 11.30 de la mañana, la mayoría de sus colaboradores de su cátedra lo recuerdan en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense.

- - - -

Al cumplirse el 20º aniversario de la muerte de José Antonio Maravall, la mente se puebla de recuerdos personales. Tal vez el más ilustrativo de su personalidad fuera aquel episodio del año 1961 en que el bedel del Instituto de Estudios Políticos vino a interrumpir la reunión del seminario de Historia de las Ideas que él codirigía con Luis Díez del Corral. Avisaba de que en media hora iban a reunirse allí mismo miembros del Consejo Nacional del Movimiento, cuya sede era el viejo palacio del Senado. Maravall se levantó casi de un salto del sofá, colocado justo bajo el enorme cuadro de la conversión de Recaredo, y marchó decidido hacia la puerta. "¡Vámonos!", dijo, "no sea que nos confundan". Pronto Díez del Corral y Maravall dejaron de pertenecer al Instituto al ocupar Manuel Fraga la dirección de aquél.

Para quien cursaba la carrera de Ciencias Políticas al borde de los años sesenta, el contacto sucesivo con las enseñanzas del historiador de las ideas Luis Díez del Corral y del gran especialista en el pensamiento político español José Antonio Maravall constituía al mismo tiempo una sorpresa inesperada, pues para los estudiantes sólo contaba la dificultad de las respectivas asignaturas, y sobre todo un fascinante ejercicio de recuperación de la libertad perdida. Con notables diferencias de estilo, que por entonces conferían un cierto protagonismo a Díez del Corral, ambos remitían con sus palabras y sus actitudes a un mundo intelectual borrado por el franquismo. Era el suyo un lenguaje distinto, como lo eran sus referencias culturales, rasgando la cortina del pensamiento oficial, al modo que ya lo venían haciendo otros maestros como Aranguren o Tierno Galván, más comprometidos políticamente. Es cierto que tanto Maravall como Díez del Corral, jóvenes discípulos de Ortega y Gasset en los treinta, estuvieron primero alineados ideológicamente con el régimen, pero muy pronto sus trabajos como historiadores marcaron una ruptura inevitable. Con El liberalismo doctrinario, de 1945, y El rapto de Europa, Díez del Corral propuso de modo implícito una alternativa auténticamente liberal y europeísta, orteguiana, al discurso histórico de la autarquía, en tanto que Maravall iniciaba en 1944 su largo recorrido por la España barroca con una aproximación insólita entre nosotros a la literatura política de emblemas. Por el momento la novedad se escondía detrás de un título muy de la época, La teoría española del Estado en el siglo XVII. Cuando la obra fue traducida al francés por iniciativa de Pierre Mesnard, el deje castizo de "teoría 'española' del Estado" desapareció, pasando a ser "la filosofía política española del siglo XVII". No obstante, la sobrecarga de "lo español", paradójica en quien tan acertadamente desmontó el tópico de los caracteres nacionales, siguió presente en dos obras mayores de los años cincuenta, El concepto de España en la Edad Media (1954) y Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento (1960), punto a su vez de partida de otro eje de preocupación maravalliana, el Estado moderno en nuestro país.

A los 50 años de edad, Maravall reflejaba ya en sus ideas y en su trabajo el eco de su estancia previa en París como director de la Casa de España en la Cité Universitaire. Amigo de Pierre Vilar, estaba harto del régimen, admiraba el pensamiento democrático modernizador de Pierre Mendès France, se abría en sus explicaciones al preliberalismo ilustrado, así como a Pi y Margall y a la crítica de Cánovas, y estaba dispuesto a abordar como historiador una profunda renovación metodológica. Su campo de preocupaciones desbordó el pensamiento político con dos libros mucho más ágiles que los anteriores, Velázquez y el espíritu de la modernidad (1960), y sobre todo El mundo social de la Celestina (1964), sorprendente incursión en el ámbito de la sociología histórica aplicada a la literatura que anuncia sus espléndidas aportaciones posteriores al análisis de la cultura del Barroco y, en especial, de la novela picaresca. Ahora bien, el punto de inflexión es también observable en los trabajos sobre pensamiento político, con Las Comunidades de Castilla (1963), interpretadas como "una primera revolución moderna". Hemos pasado como referente de San Isidoro a Manuel Azaña. Modernidad y reforma político-cultural se convierten en dos preocupaciones centrales de Maravall, que se proyectan sobre la temática de sus trabajos: el discurso de ingreso en la Academia de la Historia sobre Los factores de progreso en el Renacimiento español (1963), Antiguos y modernos (1966), hasta culminar en la magna obra Estado moderno y mentalidad social (1972), al tiempo que busca rastros de utopía y disidencia política en la España de los Austrias. A título personal, aun con la rémora de un frágil corazón, Maravall acompaña con entusiasmo la curva ascendente de la España de los sesenta, apoyado en un medio familiar que siempre le compensó de otros sinsabores y que ahora refuerza su confianza en el cambio, propiciada en su especialidad por la llegada de historiadores más jóvenes, de Miguel Artola a Gonzalo Anes Álvarez. De paso, presenta en 1967 su reflexión metodológica en la Teoría del saber histórico.

Vuelve la angustia en el ocaso del franquismo, sucediéndose los estudios en los cuales aborda desde distintos ángulos el vínculo entre poder social y cultura en la España del siglo XVII, su vieja e incómoda amiga. Le preocupan el cambio y las resistencias al mismo, a las innovaciones, en una estructura histórica, la sociedad española en crisis. La historia, dirá, "es la ciencia de lo que dura en su fluido pasar". Esa "innovación" que busca en el pasado se convirtió en realidad con la transición democrática. Maravall recupera entonces el entusiasmo con que casi medio siglo antes, estudiante dado a la poesía, amigo de Rafael Alberti, recibiera otro cambio de régimen. La labor de su hijo José María como ministro vino a confirmar ese estado de ánimo optimista que le acompañó hasta la muerte repentina, poco después de terminar su segunda gran contribución, La literatura picaresca desde la historia social (1986). A título póstumo, recibió el Premio Nacional de Ensayo. Nunca fue premio Nacional de Historia.

- - - -

FE DE ERRORES

El libro Teoría del saber histórico, de José Antonio Maravall, es de 1958 y no de 1967 como se decía en el artículo sobre el historiador publicado ayer en la sección de Cultura. El año 1967 corresponde al de la segunda edición.

- - - -

Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/cultura/historiador/politica/elpepicul/20061220elpepicul_5/Tes

= = = = = = = = =

EL PAIS, Opinión - Madrid, 19-12-2006

TRIBUNA : EL RECUERDO DE JOSÉ ANTONIO MARAVALL

Historia, tradición, memoria

CARMEN IGLESIAS
catedrática de Historia de las Ideas
académica de la Española y de la Historia

- - - -

"Viviremos con mayor negligencia, hurtados a la querida autoridad de su mirada", decía Plinio el joven en la oración fúnebre dedicada a su tío, el gran naturalista y sabio Plinio, víctima de la gran erupción del Vesubio del 79. Es un sentimiento que algunos hemos sentido intensamente ante la desaparición de contados maestros muy queridos. José Antonio Maravall Casesnoves ha sido uno de ellos. Hoy se cumplen 20 años de su fallecimiento y el mejor homenaje que se le puede hacer es recordar una vez más su rico legado historiográfico, del que se siguen publicando nuevas ediciones de sus obras tanto en España como en otros países europeos y americanos.

De ese riquísimo legado que escapa brillantemente, como es sabido, a los límites del especialismo y que abarcó amplios períodos de la historia de España, en cuya investigación supo aunar el detalle singular histórico, y siempre documentado rigurosamente, con un contexto europeo, podríamos preguntarnos qué temas actuales le interesarían más desde el punto de vista historiográfico en estos 20 años transcurridos en su ausencia. Pienso que, entre muchos otros --pues su curiosidad científica y humana era inagotable--, hay tres asuntos que inciden en lo que fue siempre para él preocupación constante en su quehacer historiográfico y que aparecen una y otra vez tanto en sus escritos sobre la España medieval como en la renacentista, en la barroca o en la ilustrada y, desde luego, en la contemporánea. Uno fue la insistente inserción de la historia de España dentro de la historia de Europa y homologable a la de cualquier otro país europeo; con sus caracteres particulares, pero fuera de todo excepcionalismo o diferencialismo narcisista. Junto con Caro Baroja, fueron dos principales y autorizadas voces combativas contra todo esencialismo hispano y contra el mito de los caracteres nacionales. Una segunda obsesión historiográfica fue siempre la articulación entre el sentimiento de unidad y la diferenciación de los distintos territorios de España en la formación y consolidación del Estado nacional. Como tercera preocupación, la necesidad de conocer y estudiar la historia de cada época, con los instrumentos historiográficos más depurados y distanciados posibles, frente a los estereotipos de la tradición y frente a los tópicos maniqueos que dividen la historia en "buenos y malos" y, erigidos en "jueces historiográficos", condenan y absuelven a su gusto, utilizando la historia como arma política, como "un ladrillo que arrojar a la cabeza del contrario".

En la España actual, los avatares de la Unión Europea, las crecientes competencias autonómicas que en ciertos casos plantean serios problemas de funcionamiento y lindan con el nacionalismo separatista y, por último, la discusión sobre la llamada ley de "memoria histórica" con su guerra de esquelas y el resurgimiento de reivindicaciones fratricidas, creo que hubieran ocupado --y preocupado-- toda la atención de nuestro gran historiador.

El europeísmo de Maravall se basaba en una doble vertiente, especialmente destacada en su momento por el padre Batllori, que aunaba el interés por específicos problemas europeos y su organización supranacional con la citada insistencia en considerar siempre la historia de España inserta en la historia y en la vida de Europa, su obsesión por salir de cualquier ensimismamiento historiográfico de la "España diferente" como tópico que seguía enlazado con el nacionalismo histórico del siglo XIX y también con una corriente regeneracionista que admiraba a Europa pero que creía en caracteres esencialistas hispanos. Sin Europa no es concebible una libertad efectiva: "La libertad", escribía ya en 1965, "es un modo de vida del europeo de hoy, radicalmente diferenciado de cuanto antes ha sido, un modo nuevo como resultado difícil de la tensión política y económica supranacional de nuestros días. Y ni que decir tiene que el que no participe en ese plan se queda sin Europa y sin libertad". El desafío actual de una Europa inserta en un mundo globalizado que tantea las posibilidades de funcionar con cierta unidad económica y política y que, sin embargo, sigue al tiempo desunida en cuestiones decisivas para el futuro, entraría de lleno en la complejareflexión histórica de lo que ha sido la formación de la cultura y civilización europeas. Y desde luego --ahora y para nosotros, como historiadores y ciudadanos, y en la estela de una de las direcciones del pensamiento maravalliano--, debería estar alejado de todo casticismo nacionalista, deudor de una tradición romántica que, si fue un lastre a escala nacional, sigue siéndolo en los nacionalismos periféricos y en las diferenciaciones narcisistas e interesadas para la afirmación de grupos políticos que crean sus propias clientelas y divisiones partidarias. "La historia es precisamente lo contrario de la tradición", repitió nuestro historiador en varias ocasiones, y creer que existe en determinados pueblos o grupos humanos una esencia inmóvil que permanece por encima y por debajo de los acontecimientos históricos y evoluciones complejas, no como sedimento de la historia y de la acción de los seres humanos concretos, sino como caracteres fijos, no es más que uno de esos estereotipos rentables que hay que desmontar dondequiera que se reproduzcan. Y se reproducen desde luego con facilidad: por la propia inercia y pereza natural, por la seguridad que da el calor del grupo o de la tribu que descarga de responsabilidad individual a sus miembros, por el beneficio que a corto plazo procura a sus promotores y seguidores.

"En España --explicaba Maravall-- es absolutamente imprescindible afirmar el pluralismo y la entidad propia de los grupos que por razones de múltiple naturaleza lo han constituido, pero no menos es necesario afirmar lo contrario, porque no serían lo que han sido ni se hubieran desarrollado como se han desarrollado si no hubiera sido por la combinación de los dos aspectos". Maravall investigó rigurosamente "tanto en fuentes del lado castellano-leonés como en fuentes del lado catalán-aragonés" para desmontar uno de los estereotipos, "común en 1950", que partía de que España no había sido durante siglos más que "una mera referencia geográfica". "Y eso carece de sentido (...). Hay textos inequívocos que hablan de los de fuera, en el sentido de los de más allá del grupo de dentro, de modo que la historia de España está establecida en tres planos: los de fuera, los del grupo de los de España y el grupo particular al que se pertenece. Y eliminar cualquiera de esas tres dimensiones es falsear la historia de España". Expresiones tan fuertes --proseguía-- como la de Ramón Muntaner afirmando que "todos estos reyes --medievales-- son una carne y una sangre, si se juntaran podrían contra todo otro Poder del mundo" no se hacen sobre un simple risco geográfico. Y buena parte de su inmenso trabajo sobre la formación del Estado nacional a través de los siglos, del carácter "protonacional" que aparece tempranamente y sobre el complejo desarrollo de lo que fue la monarquía hispánica y las múltiples corrientes reformistas que recorren el barroco y la ilustración, inciden en mostrar y explicar lo que fue una historia común, no exenta de tensiones y enfrentamientos, pero que abarca conjuntamente los distintos territorios de la historia española.

La constante preocupación de Maravall por una historia plural y rigurosa, por la historia comparada, por las evoluciones metodológicas en historiografía que permitieran una aproximación veraz al pasado, estarían desde luego, a mi parecer, muy lejos de las tristes polémicas sobre una ley de memoria histórica o sobre la "guerra de esquelas". La historia es cosa muy distinta de la memoria, igual que lo era de la tradición. Como escribió en una de sus últimas monografías --precisamente sobre la concepción de la historia en Altamira--, toda la moderna historiografía ha luchado para "desalojar al juez historiográfico, esos jueces suplentes del Valle de Josapaht", como los llamara Lucien Febvre, quien afirmaba que el historiador como tal "no era ni siquiera un juez de instrucción". El historiador como tal no está en contra de tal o cual cosa, de tal o cual período histórico; como ciudadano claro que elige y se compromete, pero como científico social expone. Maravall comentaba gustoso una expresiva conversación con el duque de Maura, por el año 1945, cuyo libro sobre Carlos II estimaba como lo mejor en historia política que se había hecho: "Yo había publicado mi libro sobre el pensamiento político en el XVII español y Maura me comentó: 'La diferencia entre nosotros y ustedes está en que nosotros, cuando hacíamos un libro de Historia, lo entendíamos como un ladrillo para arrojar a la cabeza del contrario y ustedes hacen libros para dar a entender el tema y dejan a los lectores que se peleen si quieren". Frases --comentaba Maravall-- llenas de humor y generosidad, que hoy en día, añadiría yo, con la nefasta intervención de los políticos y de la política en el juicio de la historia y en la distribución de bondades y maldades de forma maniquea, están lejos de ser realidad. La historia como piedra para arrojar al contrario no es la de los verdaderos historiadores.

- - -

Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/opinion/Historia/tradicion/memoria/elpepiopi/20061219elpepiopi_6/Tes

= = = = =

[ Maravall en búlgaro ]

Por Ignacio Vidal-Folch, El País, edición Cataluña, 19/03/2009

Edgar Dobry presentó ayer una nueva edición de La cultura del barroco, el clásico de la historia de José Antonio Maravall. Dobry habló de dos maneras de entender el barroco: la primera, "invariante", la de D'Ors, según el cual el barroco es un estado del alma dionisiaco que aparece en diferentes épocas, alternando con otros "eones" clasicistas o apolíneos, y la segunda manera, historicista y europeísta, la de Maravall, que define con rigor el tiempo y los lugares en que la estética barroca se manifiesta como fenómeno único e irrepetible.

[ ... ] Se me olvidaba precisarlo: la nueva edición de La cultura del barroco es en búlgaro y la presentación tuvo lugar en Sofía, Bulgaria, en el Centro Cervantes, que dirige desde hace unos años Luisa Fernanda Garrido, excelente traductora de narradores serbocroatas. [ ... ]

- - - -

* Extractado de: http://www.elpais.com/articulo/cataluna/Poetas/bulgaros/elpepiespcat/20090319elpcat_4/Tes

= = = = = = =

40 autores analizan la obra de Maravall

EL PAÍS, Cultura - Madrid, 11-05-1990

La revista Cuadernos Hispanoamericanos, que edita el Instituto de Cooperación Iberoamericano (ICI), dedica su último número al profesor José Antonio Maravall, fallecido en 1986, a través de 40 colaboraciones, entre autores españoles y extranjeros.

El número de homenaje, de 400 páginas e ilustrado con fotografías, fue presentado ayer por Fernando Valenzuela, presidente del ICI; Félix Grande, director de la publicación; y los historiadores María Carmen Iglesias y Joseph Pérez. Junto a ellos colaboran, entre otros, Soledad Ortega, Ricardo Gullón, Miguel Batllori, José María Díez Borque, Antonio Domínguez Ortiz y Nicholas Spadaccini.

- - - -

* Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/cultura/autores/analizan/obra/Maravall/elpepicul/19900511elpepicul_17/Tes

= = = = = =