Espacio virtual creado realmente por Nicanor Domínguez. Dedicado a la historia del Sur-Andino peruano-boliviano.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Movilizaciones políticas, regionalistas y étnicas en Bolivia

Movilizaciones políticas, regionalistas y étnicas en Bolivia hace más de 100 años [Primera Parte].

Los problemas que atraviesa la hermana república de Bolivia en estos momentos, debido a las presiones de autonomía regional en contra del gobierno central paceño --éste apoyado por grupos políticos de izquierda y por organizaciones populares indígenas--, han atraído la atención de los gobiernos y los medios de prensa en el Perú, Latinoamérica y el Mundo. No es la primera vez que Bolivia experimenta un complejo proceso de reordenamiento geográfico del poder a nivel nacional. Ocurrió ya en 1898-1899, como nuestro colaborador Nicanor Domínguez discute a continuación.

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La base territorial de la República de Bolivia, proclamada el 6 de agosto de 1825 en la ciudad de Chuquisaca (desde 1843 rebautizada “Sucre”, en honor al Gral. Antonio José de Sucre), fue la jurisdicción colonial de la antigua Audiencia de Charcas. La capital de la nueva nación siguió siendo la misma sede del tribunal colonial, la ciudad que los españoles fundaron con el nombre de La Plata, y que era igualmente conocida con el nombre de Chuquisaca, de raíz indígena. La prosperidad de la economía colonial “charqueña” (o “alto peruana”, como se empezó a llamar a la zona desde mediados del siglo XVIII) dependió desde 1545 de la producción de plata de la fabulosa mina de Potosí, ubicada a unos 170 kilómetros de distancia de la sede de la Audiencia chuquisaqueña.

La decadencia minera potosina, tras las devastadoras campañas de la Guerra de Independencia (1809-1825), redujo el peso económico del sur boliviano por varias décadas a inicios y mediados del siglo XIX. En contraposición, el norte del Altiplano boliviano, dominado por la ciudad de La Paz, se benefició desde la década de 1840 con la exportación de productos semi-tropicales de las Yungas (coca y quina, así como oro de lavaderos). En el largo plazo del siglo XIX, la prosperidad de las élites paceñas disputaría el liderazgo nacional a las antiguas élites chuquisaqueñas. En la práctica, varios presidentes bolivianos distribuían su tiempo entre Chuquisaca/Sucre, donde se ubicaba la sede del Congreso, y La Paz, cercana a la siempre sensitiva frontera con el Perú y al estratégico puerto de Arica (ver “Algunas reflexiones sobre la Independencia peruana en el Altiplano Sur Andino”, Cabildo Abierto, núms. 7 y 8, julio y agosto, 2005).

Pero éstos cambios en el equilibrio del poder y de las ambiciones de las principales élites regionales de la Sierra boliviana (en una época en que las tierras bajas orientales tenían una vida económica marginal y desarticulada del “mercado nacional” del país), se vieron entrelazados con otro tipo de problemas, que afectaban a las mayorías campesinas indígenas y a su doble y conflictiva condición de tributarios y ciudadanos (ver “Reflexiones sobre el “problema histórico” de la “violencia aimara en el Sur Andino [Tercera Parte]”, Cabildo Abierto, núm. 32, abril, 2008). El resurgimiento de la minería de plata (ca.1860-1895) y de la producción guanera y salitrera de Atacama (ca.1860-1879), generó ingresos fiscales suficientes como para permitir a los gobernantes bolivianos pensar en reducir los ingresos provenientes del tributo indígena, hasta entonces la principal fuente de recursos del Estado.

El principal actor político en este contexto fue el Presidente Gral. Mariano Melgarejo [1818/20-1871], militar cochabambino (nacido en Tarata), y presidente entre XII-1864 y I-1871. Su principal asesor civil fue el ministro Donato Muñoz. Ellos diseñaron un programa Liberal de redistribución de tierras comunales, que hasta entonces habían estado legalmente protegidas por ser la base material que permitía el pago del tributo o contribución indígena (o “indigenal”). Así, se declaró al Estado propietario de las tierras comunales, haciendo que los comuneros compraran los títulos individuales de las parcelas que cultivaban, teniendo que renovarlos cada 5 años (decreto del 20-III-1866). Posteriormente, se autorizó la venta de tierras comunales a particulares y se duplicó el monto del tributo indígena (orden suprema del 31-VII-1867; ley del 28-IX-1868). A finales de 1870 la venta de tierras ascendía a 1.25 millones de pesos (aunque la compra se había hecho con bonos de gobierno devaluados, lo que produjo ingresos fiscales mínimos). Los compradores eran parte de la clientela política de Melgarejo (hacendados, mineros y comerciantes, incluso indios ricos de antiguas familias de caciques), en proceso de conformar una oligarquía regional, especialmente en el Altiplano paceño (las zonas más afectadas fueron la provincias de Sicasica, Pacajes y Omasuyos).

Entre 1869-1871 se produjo una resistencia indígena masiva a la “Reforma Agraria” de Melgarejo, especialmente con la movilización de ayllus aimaras afectados por la expansión latifundista en el Departamento de La Paz (Tiquina, VI-1869; Huicho, I-1870; Ancoraimes, VIII-1870). Parte del ejército se sublevó en La Paz (24-XI-1870) y proclamó “Jefe Supremo de la Revolución” al Gral. Agustín Morales, quien buscó establecer una alianza política con el jefe étnico aimara Luciano Willka (en Ayo-Ayo, 21-XII-1870). Así, en enero de 1871, las comunidades aimaras de Pacajes y Omasuyos, aliadas con los enemigos políticos de Melgarejo, sitiaron La Paz y forzaron su huida al Perú (el día 15). Exiliado en Lima, Melgarejo murió asesinado en una riña particular (23-XI-1871).

La alianza entre “comunarios” aimaras y el nuevo Presidente Morales (1871-1872), produjo la anulación de la legislación agraria liberal de Melgarejo (decretos de I a IV-1871; ley de 28-VI-1871), aunque las comunidades mismas, calificadas de ser “un anacronismo colonial”, fueron posteriormente disueltas (1-IX-1871). La bolivianista española Marta Irurozqui ha analizado las contradicciones y limitaciones de las alianzas étnico-políticas de 1871: “evidencia que los motivos por los que hubo intervención india en la guerra y por los que su ayuda fue requerida por los revolucionarios no eran plenamente coincidentes. Si bien había acuerdo sobre que las tierras de comunidad vendidas por el gobierno melgarejista debían devolverse a sus antiguos poseedores y que con tal acción se reconocía la validez nacional de algunas reivindicaciones grupales, también existían discrepancias en cuanto a la construcción identitaria de los colectivos afectados. Para las futuras autoridades, en la medida en que reintegraban la tierra a los indios, no en calidad de comunarios, sino como miembros de la nación boliviana, reconocerlos como “pueblo armado” implicaba liberarlos de un contexto moral corporativo que les impedía disfrutar de la bolivianidad. En contraste, para los indígenas el llamado a participar en el conflicto supuso una promesa de reconsolidación de sus competencias comunitarias de control territorial” (“’La guerra de civilización’: La participación indígena en la revolución de 1870 en Bolivia”, Revista de Indias [Madrid], vol. 61, núm. 222, 2001, p. 430).

Pese a lo irreconciliable de los proyectos políticos a largo plazo de las élites liberales y de las comunidades, es en 1870 que se produce por primera vez en Bolivia una alianza activa de las élites político-militares con los grupos étnicos organizados (no una “leva” de reclutas indios para incorporarse como “carne de cañón” al ejército). Al respecto, Irurozqui reflexiona: “la venta de tierras de comunidad mostraba que los indígenas, en tanto grupo en una lucha simbólica con otros grupos, no habían conseguido que sus formas de vida fueran asumidas públicamente como valiosas. En este sentido, la participación india en la Revolución de 1870 podría interpretarse como un esfuerzo de modificar el sistema de clasificaciones referentes a los valores de una sociedad y, así, recobrar su prestigio y con él su posición de fuerza. Su conversión en ejército auxiliar de los revolucionarios contenía un llamado de atención a la opinión pública sobre el significado desdeñado de las cualidades y capacidades colectivamente representadas por ellos” (p. 431).

La siguiente oportunidad para que las comunidades indígenas se involucraran en una alianza estratégica con las fuerzas políticas en pugna ocurriría en Bolivia casi 30 años después, durante la Guerra Federal de 1898-1899.

* Publicado en Cabildo Abierto (Puno), núm. 36, setiembre de 2008, pp. 16-17.

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Movilizaciones políticas, regionalistas y étnicas en Bolivia hace más de 100 años [Segunda Parte].

En setiembre último la agitación política en Bolivia, debido a presiones por autonomías regionales en contra del gobierno central paceño --éste apoyado por grupos políticos de izquierda y por organizaciones populares indígenas--, alcanzó su punto más alto con los violentos enfrentamientos ocurridos en la ciudad de Santa Cruz (día 10) y en Porvenir (departamento de Pando, día 11), con la declaración del estado de emergencia en Pando y el arresto en Cobija del prefecto Leopoldo Fernández (día 12), y con la reunión de emergencia de UNASUR en Santiago de Chile (día 15). Las especulaciones de politólogos y analistas internacionales apuntaban a la posibilidad de que el estado boliviano se fragmentara debido a la presión autonomista de los departamentos orientales de la “Media Luna”. En ese contexto, nuestro colaborador Nicanor Domínguez preparó un primer artículo sobre el complejo proceso de reordenamiento geográfico del poder ocurrido en Bolivia en 1898-1899. La crisis actual afortunadamente se resolvió con un acuerdo político entre la oposición y el gobierno del presidente Evo Morales el pasado 21 de octubre, con lo que el fantasma de la “balcanización boliviana” parece haberse disipado. Domínguez finaliza aquí su discusión sobre el tema.

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El historiador marxista francés Pierre Vilar [1906-2003], especialista en el estudio del desarrollo económico y social de Cataluña en los siglos XVIII y XIX, escribió una excelente síntesis de la Historia de España [1978] (Barcelona: Crítica, 2002), en la que discutía las causas del Regionalismo y la oposición entre el tradicional centro político hispano (Madrid, Castilla) y las periferias económica y socialmente más desarrolladas (Cataluña, País Vasco). Reconociendo que ciertas tradiciones lingüísticas e históricas se suelen subrayar en España como “hechos diferenciales” entre grupos dominantes (castellanos) y dominados (catalanes, vascos), Vilar sin embargo rechazaba la idea de que éstos fueran “entidades eternas” o “esencias inmemoriales”. Para él, “el verdadero problema [para entender el regionalismo] no reside en esos ‘hechos diferenciales’ (geografía, etnia, lengua, derecho, psicología o historia), sino en las razones por las cuales un medio dado, en un momento dado, [la sociedad regional] ha recobrado la conciencia de ellos” [p. 105]. En otras palabras, en qué momento y debido a qué causas, la cultura y la historia de una región se convierten en ‘armas’ para el debate político en contra del estado central.

En el caso de la España del siglo XIX, Vilar explicaba: “Estas razones son dobles: por una parte, la impotencia del Estado español; por otra, la disimilitud creciente entre la estructura social de Cataluña y la de la mayoría del resto de España” [p. 105]. Es decir, el progreso económico y las aspiraciones políticas de las élites (industriales, culturales) de la región catalana fueron eficazmente “popularizadas” para crear (“despertar”, dirían sus propugnadores) una “conciencia regional” definida en oposición al centralismo político madrileño-castellano. En este contexto, algunas “tradiciones inventadas” ayudaron a cosolidar esa nueva identidad regional militantemente politizada, presentándolas como “supervivencias ancestrales” (sobre las “tradiciones inventadas” ver nuestro artículo en Cabildo Abierto, núm. 6, abr.-mayo 2005, pp. 16-17).

Valgan estas comparaciones para ayudar a entender ciertos aspectos del regionalismo boliviano de nuestros días. La oposición entre “collas” (habitantes indígenas y mestizos del Altiplano) y “cambas” (habitantes mayormente mestizos de las tierras bajas orientales), suele presentarse como la “explicación cultural” de algunas de las tensiones sociales existentes en el siglo XX boliviano, y ahora estarían detrás del conflicto entre el Poder Ejecutivo paceño encabezado por el presidente Evo Morales, de un lado, y los prefectos de los departamentos de la “Media Luna” oriental del país, por el otro. Tal “explicación” es atractiva por su simplicidad, y es por ello que se la utiliza en las movilizaciones políticas de corto plazo. Algunos aspecto del problema, y de sus preocupantes consecuencias desestabilizadoras, fueron discutidos por Waldir Tuni en esta misma revista (“Los collas y los cambas en la Bolivia actual”, Cabildo Abierto, núm. 36, set. 2008, pp. 14-15).

Y, sin embargo, hace casi exactamente 110 años, cuando Bolivia experimentó una verdadera guerra civil provocada por conflictos políticos de carácter regional, los argumentos “étnicos” o “culturales” no fueron esgrimidos como justificación por parte de los grupos en pugna. Aquel conflicto se planteó como una rebelión del Partido Liberal, cuya base política se encontraba conformada por las élites políticas y económicas residentes en la ciudad de La Paz, en contra de las élites tradicionales residentes en la capital del país, ubicada desde la Independencia en la ciudad de Sucre, y representadas desde 1884 por el Partido Conservador. La rebelión militar paceña pudo alcanzar el triunfo sobre el gobierno central, y el ejército nacional, debido a una efectiva alianza política entre los liberales rebeldes y las autoridades indígenas de la comunidades mayormente aimaras del Altiplano septentrional boliviano. La primera vez que tal alianza se produjo fué en 1870-1871, cuando el Gral. Mariano Melgarejo fue depuesto por el Gral. Agustín Morales (ver Cabildo Abierto, núm. 36, set. 2008, pp. 16-17).

En aquel entonces, la vida política y económica boliviana se desarrollaba mayormente en el Altiplano, donde el resurgimiento de la minería de plata (ca. 1860-1895) mantuvo el poder económico de las élites de Sucre y Potosí, mientras que el nuevo ciclo de producción de estaño (1895-1930), que en 1902 sobrepasó a la plata como el principal producto de exportación (más del 50% del valor de todas las exportaciones bolvianas), sostuvo las ambiciones de liderazgo político de las élites de La Paz. El censo general de población del 1ro de setiembre del año 1900 estimó una población total de 1’633,610 habitantes en Bolivia. Los tres departamentos más poblados eran La Paz (pob. 426,930), Cochabamba (pob. 326,163) y Potosí (pob. 325,615), y las ciudades más populosas eran La Paz (pob. 52,697), Cochabamba (pob. 21,881), Potosí (pob. 20,910) y Sucre (pob. 20,907). Es decir, La Paz tenía más del doble de la población de cualquiera de las otras tres ciudades, y más de tres veces la población de la ciudad de Santa Cruz (pob. 15,874). El predominio paceño se basaba en éstas realidades socio-económicas.

En 1898, cuando el jefe del Partido Liberal, Cnel. José Manuel Pando (n. 1848-m. 1917, ex-militar paceño), inició la sublevación contra el gobierno del presidente Severo Fernández Alonso (n. 1849-m. 1925, abogado chuquisaqueño, propietario minero, gobernó 1896-1899), los “cambas” estaban practicamente al margen de la política nacional. Con esos criterios, podría decirse que la “Guerra Federal” que se iniciaba era un conflicto entre “collas”. Lo cierto es que el conflicto pondría fin a los gobiernos civiles del Partido Conservador “sureño” (4 presidentes, 1884-1899) y daría paso, luego de una transitoria Junta de Gobierno (12-IV a 25-X, 1899), a gobiernos civiles del Partido Liberal “norteño” (4 presidentes, 1899-1920).

La alianza entre Liberales y comunidades aimaras en 1898 se basó en las expectativas del campesinado indígena de revertir la legislación agraria producida tras la caída de Melgarejo en 1871. La ‘Ley de Exvinculación’ (1874), abolía las comunidades, otorgaba propiedad individual a los indios y creaba un impuesto universal sobre las propiedades, a definirse mediante revisitas y mediciones de tierras. Ésta ley sólo se aplicaría en la década de 1880 (tras la Guerra del Pacífico), aunque irregularmente debido a la resistencia campesina legal, ya no mediada por los “caciques” o “hilacatas”, sino por “indios apoderados”. Esta resistencia obligó al Congreso boliviano a emitir una nueva ley (23-XI-1883), que anulaba las revisitas de aquellas tierras cuyos propietarios indígenas pudieran demostrar un control ininterrumpido mediante documentos de “composición de tierras” de la época colonial.

Las aspiraciones políticas indígenas fueron defraudadas debido a la represión que los liberales --apoyados aquí por todas las fracciones de la élite boliviana-- ejercieron sobre los dirigentes aimaras, acusados de promover una “guerra de castas” en el contexto de la Guerra Federal. Los liberales habían obtenido el apoyo del líder aimara Pablo Zárate Willka, originario de Sicasica e influyente en el Altiplano paceño. No es claro, sin embargo, cuánto control pudo él tener sobre los incidentes locales que sirvieron para argumentar una “guerra racial”:

(a) la llamada “Masacre de Mohoza” (II-1899), en la que los comuneros ejecutaron a un batallón de soldados del ejército liberal, sus supuestos ‘aliados’;

(b) tras la victoria liberal sobre el ejército nacional enviado desde Sucre (batalla del Segundo Crucero, 10-IV-1899), se produjeron tomas de haciendas y asesinatos de rivales de los ‘comunarios’, tanto en zonas aimaras (provs. de Inquisivi y Sicasica en La Paz, Carangas en Oruro) como quechuas (Paria en Oruro, Chayanta y Charcas en Potosí);

(c) en Peñas (prov. de Paria, Oruro), el cacique Juan Lero estableció un efímero gobierno indígena que autorizó ataques a haciendas, juicios a autoridades, e incluso el exterminio de blancos y mestizos.

Tras la huída del presidente Fernández Alonso a Chile y la victoria Liberal-Federal, Zárate Willka fué apresado y ejecutado.

La Junta de Gobierno inició juicios públicos contra los líderes indígenas involucrados en la “Rebelión de Peñas” (desarrollado en 1899-1901) y en la “Masacre de Mohoza” (en 1901-1904), ya durante el gobierno de Pando (1899-1904). Más de 280 líderes indígenas fueron ejecutados como parte de la represión liberal.

La imagen negativa sobre la supuesta violencia “innata” de la población campesina aimara-hablante del Altiplano, creada en 1781, fué ‘actualizada’ en ese contexto con el nuevo lenguaje del “racismo científico” de finales del siglo XIX y principios del siglo XX (ver “Reflexiones sobre el ‘problema histórico’ de la ‘violencia aimara’ en el Sur Andino”, Cabildo Abierto, núms. 30-35, feb.-ago. 2008).

* Publicado en Cabildo Abierto (Puno), núm. 38, diciembre de 2008, pp. 20-21.

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• Ver: http://www.ser.org.pe/index.php?option=com_remository&op=ListarDocumentos&id=4&inicio=0