Espacio virtual creado realmente por Nicanor Domínguez. Dedicado a la historia del Sur-Andino peruano-boliviano.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Movilizaciones políticas, regionalistas y étnicas en Bolivia

Movilizaciones políticas, regionalistas y étnicas en Bolivia hace más de 100 años [Primera Parte].

Los problemas que atraviesa la hermana república de Bolivia en estos momentos, debido a las presiones de autonomía regional en contra del gobierno central paceño --éste apoyado por grupos políticos de izquierda y por organizaciones populares indígenas--, han atraído la atención de los gobiernos y los medios de prensa en el Perú, Latinoamérica y el Mundo. No es la primera vez que Bolivia experimenta un complejo proceso de reordenamiento geográfico del poder a nivel nacional. Ocurrió ya en 1898-1899, como nuestro colaborador Nicanor Domínguez discute a continuación.

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La base territorial de la República de Bolivia, proclamada el 6 de agosto de 1825 en la ciudad de Chuquisaca (desde 1843 rebautizada “Sucre”, en honor al Gral. Antonio José de Sucre), fue la jurisdicción colonial de la antigua Audiencia de Charcas. La capital de la nueva nación siguió siendo la misma sede del tribunal colonial, la ciudad que los españoles fundaron con el nombre de La Plata, y que era igualmente conocida con el nombre de Chuquisaca, de raíz indígena. La prosperidad de la economía colonial “charqueña” (o “alto peruana”, como se empezó a llamar a la zona desde mediados del siglo XVIII) dependió desde 1545 de la producción de plata de la fabulosa mina de Potosí, ubicada a unos 170 kilómetros de distancia de la sede de la Audiencia chuquisaqueña.

La decadencia minera potosina, tras las devastadoras campañas de la Guerra de Independencia (1809-1825), redujo el peso económico del sur boliviano por varias décadas a inicios y mediados del siglo XIX. En contraposición, el norte del Altiplano boliviano, dominado por la ciudad de La Paz, se benefició desde la década de 1840 con la exportación de productos semi-tropicales de las Yungas (coca y quina, así como oro de lavaderos). En el largo plazo del siglo XIX, la prosperidad de las élites paceñas disputaría el liderazgo nacional a las antiguas élites chuquisaqueñas. En la práctica, varios presidentes bolivianos distribuían su tiempo entre Chuquisaca/Sucre, donde se ubicaba la sede del Congreso, y La Paz, cercana a la siempre sensitiva frontera con el Perú y al estratégico puerto de Arica (ver “Algunas reflexiones sobre la Independencia peruana en el Altiplano Sur Andino”, Cabildo Abierto, núms. 7 y 8, julio y agosto, 2005).

Pero éstos cambios en el equilibrio del poder y de las ambiciones de las principales élites regionales de la Sierra boliviana (en una época en que las tierras bajas orientales tenían una vida económica marginal y desarticulada del “mercado nacional” del país), se vieron entrelazados con otro tipo de problemas, que afectaban a las mayorías campesinas indígenas y a su doble y conflictiva condición de tributarios y ciudadanos (ver “Reflexiones sobre el “problema histórico” de la “violencia aimara en el Sur Andino [Tercera Parte]”, Cabildo Abierto, núm. 32, abril, 2008). El resurgimiento de la minería de plata (ca.1860-1895) y de la producción guanera y salitrera de Atacama (ca.1860-1879), generó ingresos fiscales suficientes como para permitir a los gobernantes bolivianos pensar en reducir los ingresos provenientes del tributo indígena, hasta entonces la principal fuente de recursos del Estado.

El principal actor político en este contexto fue el Presidente Gral. Mariano Melgarejo [1818/20-1871], militar cochabambino (nacido en Tarata), y presidente entre XII-1864 y I-1871. Su principal asesor civil fue el ministro Donato Muñoz. Ellos diseñaron un programa Liberal de redistribución de tierras comunales, que hasta entonces habían estado legalmente protegidas por ser la base material que permitía el pago del tributo o contribución indígena (o “indigenal”). Así, se declaró al Estado propietario de las tierras comunales, haciendo que los comuneros compraran los títulos individuales de las parcelas que cultivaban, teniendo que renovarlos cada 5 años (decreto del 20-III-1866). Posteriormente, se autorizó la venta de tierras comunales a particulares y se duplicó el monto del tributo indígena (orden suprema del 31-VII-1867; ley del 28-IX-1868). A finales de 1870 la venta de tierras ascendía a 1.25 millones de pesos (aunque la compra se había hecho con bonos de gobierno devaluados, lo que produjo ingresos fiscales mínimos). Los compradores eran parte de la clientela política de Melgarejo (hacendados, mineros y comerciantes, incluso indios ricos de antiguas familias de caciques), en proceso de conformar una oligarquía regional, especialmente en el Altiplano paceño (las zonas más afectadas fueron la provincias de Sicasica, Pacajes y Omasuyos).

Entre 1869-1871 se produjo una resistencia indígena masiva a la “Reforma Agraria” de Melgarejo, especialmente con la movilización de ayllus aimaras afectados por la expansión latifundista en el Departamento de La Paz (Tiquina, VI-1869; Huicho, I-1870; Ancoraimes, VIII-1870). Parte del ejército se sublevó en La Paz (24-XI-1870) y proclamó “Jefe Supremo de la Revolución” al Gral. Agustín Morales, quien buscó establecer una alianza política con el jefe étnico aimara Luciano Willka (en Ayo-Ayo, 21-XII-1870). Así, en enero de 1871, las comunidades aimaras de Pacajes y Omasuyos, aliadas con los enemigos políticos de Melgarejo, sitiaron La Paz y forzaron su huida al Perú (el día 15). Exiliado en Lima, Melgarejo murió asesinado en una riña particular (23-XI-1871).

La alianza entre “comunarios” aimaras y el nuevo Presidente Morales (1871-1872), produjo la anulación de la legislación agraria liberal de Melgarejo (decretos de I a IV-1871; ley de 28-VI-1871), aunque las comunidades mismas, calificadas de ser “un anacronismo colonial”, fueron posteriormente disueltas (1-IX-1871). La bolivianista española Marta Irurozqui ha analizado las contradicciones y limitaciones de las alianzas étnico-políticas de 1871: “evidencia que los motivos por los que hubo intervención india en la guerra y por los que su ayuda fue requerida por los revolucionarios no eran plenamente coincidentes. Si bien había acuerdo sobre que las tierras de comunidad vendidas por el gobierno melgarejista debían devolverse a sus antiguos poseedores y que con tal acción se reconocía la validez nacional de algunas reivindicaciones grupales, también existían discrepancias en cuanto a la construcción identitaria de los colectivos afectados. Para las futuras autoridades, en la medida en que reintegraban la tierra a los indios, no en calidad de comunarios, sino como miembros de la nación boliviana, reconocerlos como “pueblo armado” implicaba liberarlos de un contexto moral corporativo que les impedía disfrutar de la bolivianidad. En contraste, para los indígenas el llamado a participar en el conflicto supuso una promesa de reconsolidación de sus competencias comunitarias de control territorial” (“’La guerra de civilización’: La participación indígena en la revolución de 1870 en Bolivia”, Revista de Indias [Madrid], vol. 61, núm. 222, 2001, p. 430).

Pese a lo irreconciliable de los proyectos políticos a largo plazo de las élites liberales y de las comunidades, es en 1870 que se produce por primera vez en Bolivia una alianza activa de las élites político-militares con los grupos étnicos organizados (no una “leva” de reclutas indios para incorporarse como “carne de cañón” al ejército). Al respecto, Irurozqui reflexiona: “la venta de tierras de comunidad mostraba que los indígenas, en tanto grupo en una lucha simbólica con otros grupos, no habían conseguido que sus formas de vida fueran asumidas públicamente como valiosas. En este sentido, la participación india en la Revolución de 1870 podría interpretarse como un esfuerzo de modificar el sistema de clasificaciones referentes a los valores de una sociedad y, así, recobrar su prestigio y con él su posición de fuerza. Su conversión en ejército auxiliar de los revolucionarios contenía un llamado de atención a la opinión pública sobre el significado desdeñado de las cualidades y capacidades colectivamente representadas por ellos” (p. 431).

La siguiente oportunidad para que las comunidades indígenas se involucraran en una alianza estratégica con las fuerzas políticas en pugna ocurriría en Bolivia casi 30 años después, durante la Guerra Federal de 1898-1899.

* Publicado en Cabildo Abierto (Puno), núm. 36, setiembre de 2008, pp. 16-17.

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Movilizaciones políticas, regionalistas y étnicas en Bolivia hace más de 100 años [Segunda Parte].

En setiembre último la agitación política en Bolivia, debido a presiones por autonomías regionales en contra del gobierno central paceño --éste apoyado por grupos políticos de izquierda y por organizaciones populares indígenas--, alcanzó su punto más alto con los violentos enfrentamientos ocurridos en la ciudad de Santa Cruz (día 10) y en Porvenir (departamento de Pando, día 11), con la declaración del estado de emergencia en Pando y el arresto en Cobija del prefecto Leopoldo Fernández (día 12), y con la reunión de emergencia de UNASUR en Santiago de Chile (día 15). Las especulaciones de politólogos y analistas internacionales apuntaban a la posibilidad de que el estado boliviano se fragmentara debido a la presión autonomista de los departamentos orientales de la “Media Luna”. En ese contexto, nuestro colaborador Nicanor Domínguez preparó un primer artículo sobre el complejo proceso de reordenamiento geográfico del poder ocurrido en Bolivia en 1898-1899. La crisis actual afortunadamente se resolvió con un acuerdo político entre la oposición y el gobierno del presidente Evo Morales el pasado 21 de octubre, con lo que el fantasma de la “balcanización boliviana” parece haberse disipado. Domínguez finaliza aquí su discusión sobre el tema.

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El historiador marxista francés Pierre Vilar [1906-2003], especialista en el estudio del desarrollo económico y social de Cataluña en los siglos XVIII y XIX, escribió una excelente síntesis de la Historia de España [1978] (Barcelona: Crítica, 2002), en la que discutía las causas del Regionalismo y la oposición entre el tradicional centro político hispano (Madrid, Castilla) y las periferias económica y socialmente más desarrolladas (Cataluña, País Vasco). Reconociendo que ciertas tradiciones lingüísticas e históricas se suelen subrayar en España como “hechos diferenciales” entre grupos dominantes (castellanos) y dominados (catalanes, vascos), Vilar sin embargo rechazaba la idea de que éstos fueran “entidades eternas” o “esencias inmemoriales”. Para él, “el verdadero problema [para entender el regionalismo] no reside en esos ‘hechos diferenciales’ (geografía, etnia, lengua, derecho, psicología o historia), sino en las razones por las cuales un medio dado, en un momento dado, [la sociedad regional] ha recobrado la conciencia de ellos” [p. 105]. En otras palabras, en qué momento y debido a qué causas, la cultura y la historia de una región se convierten en ‘armas’ para el debate político en contra del estado central.

En el caso de la España del siglo XIX, Vilar explicaba: “Estas razones son dobles: por una parte, la impotencia del Estado español; por otra, la disimilitud creciente entre la estructura social de Cataluña y la de la mayoría del resto de España” [p. 105]. Es decir, el progreso económico y las aspiraciones políticas de las élites (industriales, culturales) de la región catalana fueron eficazmente “popularizadas” para crear (“despertar”, dirían sus propugnadores) una “conciencia regional” definida en oposición al centralismo político madrileño-castellano. En este contexto, algunas “tradiciones inventadas” ayudaron a cosolidar esa nueva identidad regional militantemente politizada, presentándolas como “supervivencias ancestrales” (sobre las “tradiciones inventadas” ver nuestro artículo en Cabildo Abierto, núm. 6, abr.-mayo 2005, pp. 16-17).

Valgan estas comparaciones para ayudar a entender ciertos aspectos del regionalismo boliviano de nuestros días. La oposición entre “collas” (habitantes indígenas y mestizos del Altiplano) y “cambas” (habitantes mayormente mestizos de las tierras bajas orientales), suele presentarse como la “explicación cultural” de algunas de las tensiones sociales existentes en el siglo XX boliviano, y ahora estarían detrás del conflicto entre el Poder Ejecutivo paceño encabezado por el presidente Evo Morales, de un lado, y los prefectos de los departamentos de la “Media Luna” oriental del país, por el otro. Tal “explicación” es atractiva por su simplicidad, y es por ello que se la utiliza en las movilizaciones políticas de corto plazo. Algunos aspecto del problema, y de sus preocupantes consecuencias desestabilizadoras, fueron discutidos por Waldir Tuni en esta misma revista (“Los collas y los cambas en la Bolivia actual”, Cabildo Abierto, núm. 36, set. 2008, pp. 14-15).

Y, sin embargo, hace casi exactamente 110 años, cuando Bolivia experimentó una verdadera guerra civil provocada por conflictos políticos de carácter regional, los argumentos “étnicos” o “culturales” no fueron esgrimidos como justificación por parte de los grupos en pugna. Aquel conflicto se planteó como una rebelión del Partido Liberal, cuya base política se encontraba conformada por las élites políticas y económicas residentes en la ciudad de La Paz, en contra de las élites tradicionales residentes en la capital del país, ubicada desde la Independencia en la ciudad de Sucre, y representadas desde 1884 por el Partido Conservador. La rebelión militar paceña pudo alcanzar el triunfo sobre el gobierno central, y el ejército nacional, debido a una efectiva alianza política entre los liberales rebeldes y las autoridades indígenas de la comunidades mayormente aimaras del Altiplano septentrional boliviano. La primera vez que tal alianza se produjo fué en 1870-1871, cuando el Gral. Mariano Melgarejo fue depuesto por el Gral. Agustín Morales (ver Cabildo Abierto, núm. 36, set. 2008, pp. 16-17).

En aquel entonces, la vida política y económica boliviana se desarrollaba mayormente en el Altiplano, donde el resurgimiento de la minería de plata (ca. 1860-1895) mantuvo el poder económico de las élites de Sucre y Potosí, mientras que el nuevo ciclo de producción de estaño (1895-1930), que en 1902 sobrepasó a la plata como el principal producto de exportación (más del 50% del valor de todas las exportaciones bolvianas), sostuvo las ambiciones de liderazgo político de las élites de La Paz. El censo general de población del 1ro de setiembre del año 1900 estimó una población total de 1’633,610 habitantes en Bolivia. Los tres departamentos más poblados eran La Paz (pob. 426,930), Cochabamba (pob. 326,163) y Potosí (pob. 325,615), y las ciudades más populosas eran La Paz (pob. 52,697), Cochabamba (pob. 21,881), Potosí (pob. 20,910) y Sucre (pob. 20,907). Es decir, La Paz tenía más del doble de la población de cualquiera de las otras tres ciudades, y más de tres veces la población de la ciudad de Santa Cruz (pob. 15,874). El predominio paceño se basaba en éstas realidades socio-económicas.

En 1898, cuando el jefe del Partido Liberal, Cnel. José Manuel Pando (n. 1848-m. 1917, ex-militar paceño), inició la sublevación contra el gobierno del presidente Severo Fernández Alonso (n. 1849-m. 1925, abogado chuquisaqueño, propietario minero, gobernó 1896-1899), los “cambas” estaban practicamente al margen de la política nacional. Con esos criterios, podría decirse que la “Guerra Federal” que se iniciaba era un conflicto entre “collas”. Lo cierto es que el conflicto pondría fin a los gobiernos civiles del Partido Conservador “sureño” (4 presidentes, 1884-1899) y daría paso, luego de una transitoria Junta de Gobierno (12-IV a 25-X, 1899), a gobiernos civiles del Partido Liberal “norteño” (4 presidentes, 1899-1920).

La alianza entre Liberales y comunidades aimaras en 1898 se basó en las expectativas del campesinado indígena de revertir la legislación agraria producida tras la caída de Melgarejo en 1871. La ‘Ley de Exvinculación’ (1874), abolía las comunidades, otorgaba propiedad individual a los indios y creaba un impuesto universal sobre las propiedades, a definirse mediante revisitas y mediciones de tierras. Ésta ley sólo se aplicaría en la década de 1880 (tras la Guerra del Pacífico), aunque irregularmente debido a la resistencia campesina legal, ya no mediada por los “caciques” o “hilacatas”, sino por “indios apoderados”. Esta resistencia obligó al Congreso boliviano a emitir una nueva ley (23-XI-1883), que anulaba las revisitas de aquellas tierras cuyos propietarios indígenas pudieran demostrar un control ininterrumpido mediante documentos de “composición de tierras” de la época colonial.

Las aspiraciones políticas indígenas fueron defraudadas debido a la represión que los liberales --apoyados aquí por todas las fracciones de la élite boliviana-- ejercieron sobre los dirigentes aimaras, acusados de promover una “guerra de castas” en el contexto de la Guerra Federal. Los liberales habían obtenido el apoyo del líder aimara Pablo Zárate Willka, originario de Sicasica e influyente en el Altiplano paceño. No es claro, sin embargo, cuánto control pudo él tener sobre los incidentes locales que sirvieron para argumentar una “guerra racial”:

(a) la llamada “Masacre de Mohoza” (II-1899), en la que los comuneros ejecutaron a un batallón de soldados del ejército liberal, sus supuestos ‘aliados’;

(b) tras la victoria liberal sobre el ejército nacional enviado desde Sucre (batalla del Segundo Crucero, 10-IV-1899), se produjeron tomas de haciendas y asesinatos de rivales de los ‘comunarios’, tanto en zonas aimaras (provs. de Inquisivi y Sicasica en La Paz, Carangas en Oruro) como quechuas (Paria en Oruro, Chayanta y Charcas en Potosí);

(c) en Peñas (prov. de Paria, Oruro), el cacique Juan Lero estableció un efímero gobierno indígena que autorizó ataques a haciendas, juicios a autoridades, e incluso el exterminio de blancos y mestizos.

Tras la huída del presidente Fernández Alonso a Chile y la victoria Liberal-Federal, Zárate Willka fué apresado y ejecutado.

La Junta de Gobierno inició juicios públicos contra los líderes indígenas involucrados en la “Rebelión de Peñas” (desarrollado en 1899-1901) y en la “Masacre de Mohoza” (en 1901-1904), ya durante el gobierno de Pando (1899-1904). Más de 280 líderes indígenas fueron ejecutados como parte de la represión liberal.

La imagen negativa sobre la supuesta violencia “innata” de la población campesina aimara-hablante del Altiplano, creada en 1781, fué ‘actualizada’ en ese contexto con el nuevo lenguaje del “racismo científico” de finales del siglo XIX y principios del siglo XX (ver “Reflexiones sobre el ‘problema histórico’ de la ‘violencia aimara’ en el Sur Andino”, Cabildo Abierto, núms. 30-35, feb.-ago. 2008).

* Publicado en Cabildo Abierto (Puno), núm. 38, diciembre de 2008, pp. 20-21.

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• Ver: http://www.ser.org.pe/index.php?option=com_remository&op=ListarDocumentos&id=4&inicio=0

martes, 23 de diciembre de 2008

Juliaca indígena y colonial en el siglo XVI

La importancia actual de Juliaca en el Altiplano peruano es indiscutible. Por su numerosa población de más de 200,000 habitantes y su febril actividad comercial, la “Ciudad de los Vientos” tiene --desde el siglo pasado-- una activa rivalidad con la capital política de la Región Puno. Sin embargo, ¿cuándo comienza en realidad el “despegue” de la ciudad?

Parece que sólo hace unos 135 años. Más precisamente, desde 1873, cuando el ferrocarril de Mollendo y Arequipa llegó al Altiplano y su construcción quedó detenida debido a la crisis fiscal que precedió a la Guerra del Pacífico (1879-1883). Por un cuarto de siglo, hasta la expansión de la línea del Ferrocarril del Sur a Sicuani (1901), Juliaca fue el principal centro de acopio de lanas del Altiplano puneño. La transformación de Juliaca en la indiscutida capital comercial de Altiplano septentrional viene de esos años, y su elevación al rango de ciudad en 1908, y a capital provincial en 1926, tan sólo confirma ese vital proceso socio-económico.

Con todo, resulta a veces difícil para algunas personas reconocer que el pasado de sus pueblos no haya estado a la altura de la prosperidad que experimentan en el presente y de las esperanzas que tienen depositadas en un futuro aún mejor. Quizás sea por ello, y por la falta de información histórica específica, que muchos pueblos prósperos de hoy tienden a “mejorar” su pasado con “tradiciones inventadas”, embelleciendo ese modesto pasado al mismo tiempo que lo terjiversan.

Como mi profesión de historiador me ha permitido reunir datos sobre el pasado del Altiplano peruano-boliviano --que he tenido la suerte de poder compartir con los lectores de la Región Puno a través de la revista Cabildo Abierto y de este mismo Diario--, me llega la invitación de contribuir en este número especial por el 82do aniversario de “La Perla del Altiplano”. Me siento honrado por ello, pero al mismo tiempo un poco conflictuado por no poder participar honestamente de las “tradiciones inventadas” referidas a la importancia antigua que Juliaca, en particular, debió --para algunos-- haber tenido antes de 1873. Me perdonarán los lectores por reducir los siguientes comentarios a los límites de mi conocimiento sobre las fuentes históricas que considero suficientemente sólidas como para elaborar esta breve reconstrucción del pasado juliaqueño.

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Antes de la expansión Inca sobre el Altipano del Collao a mediados del siglo XV, la zona donde ahora se levanta la ciudad de Juliaca era parte del sector “Urco-suyo” del reino Colla (ver: http://laicacota.blogspot.com/2007/03/altiplano-del-titicaca-siglos-xiv-xvi.html). La Conquista española del Altiplano, iniciada en 1534 con la visita de los conquistadores Diego de Agüero y Pedro de Moguer al Lago Titicaca, se hizo sobre la región que los Incas llamaban el Collasuyo y que, por unos 80 años, habían modificado en función de sus propios designios imperiales cuzqueños. Por ejemplo, los Incas impusieron un sistema de caminos (“Capac Ñan”) complementado con postas (“tampu” o ‘tambos’) servidas por las comunidades cercanas a la ruta. En el camino de “Urcosuyo del Collao” los tambos cerca de Juliaca eran los de Nicasio y Caracoto, continuando luego hacia Paucarcolla y Puno.

Por otro lado, la población indígena del Altiplano (de los tres reinos Colla, Lupaqa y Pacaje), estaba compuesta por una mayoría que hablaba la lengua aimara y una significativa minoría que hablaba la lengua uro (un 25 a 30 por ciento del total de habitantes, tradicionalmente sometidos a los aimaras). La existencia actual de zonas en el norte del Altiplano con población indígena de habla quechua es fruto de un proceso de cambio lingüístico ocurrido durante la época colonial. El aimara era también hablado en zonas que hoy corresponden a las provincias altas cuzqueñas.

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El dominio colonial español en el Altiplano se basó en el aprovechamiento de las estructuras organizativas de los grupos indígenas andinos, especialmente en los 40 años que siguieron a la captura de Atahualpa en Cajamarca en 1532. Utilizando las jerarquías administrativas internas de los grupos étnicos indígenas, los conquistadores dividieron en “encomiendas de indios” a éstos grupos y sub-grupos, bajo la autoridad de un “cacique” que garantizara el trabajo y la entrega de productos al “encomendero”.

Así, los “Collas de Urcosuyo” fueron divididos en 13 encomiendas. La ubicación geográfica de éstas sub-divisiones, indicada gruesamente en dirección N. a S., era:
(1) Nicasio (¿y Calapuja?), 
(2) Lampa Hanansaya, 
(3) Lampa Hurinsaya, 
(4) Juliaca (o “Xullaca”), 
(5) Coata, 
(6) Capachica, 
(7) Caracoto (¿y Huata?), 
(8) Cabana (o “Cavana”), 
(9) Cabanilla (o “Cabanilla y Oliberes”), 
(10) Hatuncolla (o “Atuncolla”), 
(11) Paucarcolla, 
(12) Puno, y 
(13) Mañaso y Vilque.

En época de la “Visita General” del Virrey Francisco de Toledo (1569-1581), la población adulta (tributarios entre 18 y 50 años de edad) de los 13 “repartimientos” del antiguo sector “Urco-suyo” del reino Colla era de 8,202 individuos. De ellos 5,158 (62.89%) eran tributarios “aymaraes” y 3,044 (37.11%) tributarios “uros”. Hacia el año 1573, la encomienda de Juliaca (o “Xullaca”) tenía una población total de 2,437 personas (hombres, mujeres y niños); de ellos, 482 eran tributarios (varones adultos, jefes de familia); 364 (75.5%) eran tributarios “aymaraes” y 118 (24.5%) eran tributarios “uros”. Si comparamos el total tributarios en los “Collas de Urcosuyo” (13 encomiendas o repartimientos) con los tributarios de Juliaca, resulta que, a más de 40 años de iniciada la invasión española a los Andes, el repartimiento de Juliaca tenía el 5.87% de la población tributaria de ese sector o “mitad” del antiguo reino Colla.

Los indios “aymaraes” de Juliaca estaban bajo el mando de 3 caciques, mientras que los “uros” tenían 2 caciques. Los “aymaraes” debían pagar un promedio de 6 pesos en tributo anual, mientras que los “uros” pagarían la mitad, 3 pesos. El primer grupo obtenía sus ingresos del acceso a tierras de cultivo así como a tierras de pastoreo; debían tejer ropa de lana (con lana proporcionada por su encomendero), y trabajar en la mita a Potosí, de donde obtendrían un salario que utilizarían para pagar parte de sus tributos. Los “uros”, al no tener acceso directo a tierras ni ganados, sólo debían acudir a la mita potosina y cumplir con la exigencia de tejer ropa para su encomendero.

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Parte importante de la política de reorganización colonial que la “Visita General” de Toledo llevó a cabo en la década de 1570 estuvo basada en la reubicación de la población andina en “pueblos nuevos” diseñados siguiendo el modelo básico de los asentamientos urbanos españoles en América, que facilitaba la defensa militar: un plano en cuadrícula, con calles perpendiculares extendiendose desde una plaza central de forma cuadrangular, como un “damero” o “tablero de ajedrez”. En torno a esta plaza central se construían los edificios públicos principales: la casa de la autoridad española local, el templo o iglesia, la casa del organismo municipal que administraba el asentamiento, y las casas de los vecinos más importantes.

Los “visitadores”, funcionarios enviados por el Virrey Toledo a reasentar y concentrar a la población indígena del Altiplano en nuevos “pueblos de reducción” (las famosas “reducciones toledanas”), recorrieron el Altiplano durante el año 1573. En el caso de la encomienda de Juliaca o “Xullaca”, sus 2,437 habitantes fueron “reducidos” en un sólo pueblo (aunque otras encomiendas fueron reasentadas en dos o tres pueblos distintos). La “reducción” de Juliaca fue simbólicamente puesta bajo la protección de Santa Catalina de Siena, santa italiana que vivió en el siglo XIV, y cuya fiesta se celebra el 19 de abril. A este nuevo pueblo de Juliaca fue asignado un cura párroco, con la obligación de predicar a los indios la doctrina cristiana y con un salario de 398 pesos “de plata ensayada y marcada” proveniente de los tributos pagados por sus feligreses. Quizás habrá que aclarar aquí que el actual templo de Santa Catalina en Juliaca, pese a mantener la ubicación original de la parroquia establecida en 1573, es una construcción de los años de 1730-1740, y representa uno de los primeros ejemplos de la llamada “arquitectura mestiza” del Altiplano Surandino.

Los nuevos “pueblos de indios” fundados por los “visitadores toledanos” en los Andes fueron agrupados en jurisdicciones territoriales y puestos bajo el mando de un “corregidor de indios” (el equivalente a un gobernador provincial). Algunas veces estas nuevas jurisdicciones coloniales respetaban las jurisdicciones étnicas pre-hispánicas, como en el caso de la provincia de Chucuito, que mantenía los territorios del antiguo reino Lupaqa y de sus “siete cabeceras” (Chucuito, Acora, Ilave, Juli, Pomata, Yunguyo y Zepita).

Sin embargo, en muchos otros casos, las nuevas provincias o “corregimientos” ponían bajo la misma autoridad colonial a una serie de comunidades indígenas con distintas identidades étnicas pre-hispánicas. Ese fue el caso de los “Collas de Urcosuyo”, cuyos 13 repartimientos terminaron dividos en dos corregimientos distintos: 9 en Lampa y 4 en Paucarcolla. La población del pueblo y encomienda de Juliaca fue puesta bajo la jurisdicción del corregimiento de Lampa, llamado así porque el corregidor originalmente debía residir en el pueblo de Lampa, que era entonces la reducción más populosa de la provincia (aunque, a veces, la provincia aparece con el nombre de “Cabana y Cabanilla” en documentos de los siglos XVI y XVII).

Es con éstas características básicas establecidas en la década de 1570 que el “pueblo de indios” de Juliaca --así como los demás asentamientos del Altiplano-- entró de lleno en la época colonial durante los siglos XVII y XVIII.

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Nota: Este artículo fue escrito para ser publicado en el diario Los Andes de Puno, en el número del 24 de octubre de 2007, fecha de la celebración del 82 aniversario de "La Perla del Altiplano".

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miércoles, 17 de diciembre de 2008

Reflexiones sobre el “problema histórico” de la
 “violencia aimara”

Reflexiones sobre el “problema histórico” de la
 “violencia aimara” en el Sur Andino [Primera Parte].

El pasado domingo 13 de enero [2008] el diario “El Comercio” de Lima publicó una alarmada nota titulada “Grupos políticos radicalizan un discurso étnico aimara en Puno”. Mas allá de las primicias y descubrimientos que pretenden presentarse en dicha nota, nuestro colaborador Nicanor Domínguez quisiera discutir algunos de los presupuestos ideológicos que subyacen en este nuevo ejemplo de visión limeñocéntrica y prejuiciosa sobre los pobladores del Altiplano en general y los hablantes de la lengua aimara en particular.

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Tras los “sucesos de Ilave” (que alcanzaron su punto álgido con el asesinato del alcalde Cirilo Robles Callomamani el 26-abr-2004, luego de casi un mes de movilizaciones y del bloqueo de la vía que comunica Puno con Bolivia), la ‘clase política’, los analistas de distintas especialidades, así como el periodismo “nacional” --todos ellos residentes en nuestra ciudad capital, sin embargo poblada mayoritariamente por migrantes provincianos--, expresaron con distintos grados de sorpresa y horror su incompresión frente a lo sucedido. En lugar de buscar explicaciones racionales, muchos de ellos expresaron sus miedos más recónditos frente a lo que no entendían o, quizás, a lo que no estaban dispuestos a comprender.

Los esfuerzos serios de explicar lo sucedido en Ilave consideran que:

(a) fue un conflicto de poder local,

(b) entre facciones políticas con escasa legitimidad debido a la atomización de las candidaturas a la alcaldía en las elecciones municipales previas,

(c) agravado por la movilización de comunidades campesinas del distrito hacia la capital distrital,

(d) por la agitación en torno a las acusaciones de corrupción contra el alcalde, y

(e) por la irresponsable demora del Estado central en mediar entre las partes.

En otras palabras, como la suma de una serie de procesos políticos locales y nacionales coyunturales, influídos en buena medida por las consecuencias del ciclo de casi dos décadas de violencia de la Guerra Civil entre “Sendero Luminoso” y el Estado peruano ocurrida entre 1980 (robo y quema de ánforas en Chuschi, Cangallo, Ayacucho, el 18-mayo, día de la elecciones nacionales), 1992 (captura el 12-set. de Abimael Guzmán Reinoso, “Gonzalo”) y 1999 (captura el 14-jul. de Óscar Ramírez Durán, “Feliciano”).

Pese, pues, a la suma de éstos y otros procesos sociales y políticos en el caso concreto de Ilave, la imagen periodística y --por desgracia-- general de muchos peruanos se ha enfocado en el hecho paralelo, pero inconexo, de ser la mayoría de los implicados personas hablantes de la lengua aimara.

Quizás porque en la vecina Bolivia se ha venido desarrollando desde las décadas de 1980 y 1990 un movimiento político de reivindicación étnica que reclama el reconocimiento de las “nacionalidades” indígenas agrupadas en función de criterios lingüísticos (grupos quechuas, aimaras y guaraníes, entre otros), y que este movimiento étnico (sucesor del movimiento sindical “clasista” de organizaciones campesinas y mineras de las décadas previas) formara uno de los pilares de la alianza política que llevó finalmente a la presidencia boliviana a Evo Morales (inauguración el 22-ene-2006). Quizás, pues, este “aimarismo” de Bolivia haya podido estar detras de los miedos expresados en Lima.

En todo caso, ¿de dónde proviene la idea tan socorrida en éstas pseudo-explicaciones periodísticas, y en el “subconsciente colectivo” de muchos peruanos, de una condición violenta innata entre la población indígena de habla aimara? Si es innata, ¿habrá existido siempre? ¿Desde cuándo disponemos de evidencias históricas que puedan confirmar ésta suposición? Tratemos de esbozar una explicación crítica de esta estereotípica imagen negativa repasando brevemente el registro histórico de las revueltas y rebeliones ocurridas en el Sur Andino, y en especial en el Altiplano del Titicaca, desde el siglo XVI.

Los cronistas españoles que recogieron sus informaciones de entre los miembros sobrevivientes de la nobleza Inca cuzqueña a mediados del siglo XVI, indican que los Incas consideraban como buenos guerreros a los habitantes del Collao (y a los “serranos” en general), cosa que no ocurría con los “yungas” (habitantes de tierras bajas tanto de lo que hoy llamamos en el Perú la ‘Costa’ como de la ‘Ceja de Selva’). En esa época los conquistadores se habían enfrentado con los ejércitos de Manco Inca (1536-1539) y luego los gobernadores y primeros virreyes habían mantenido tensas relaciones con los Incas de Vilcabamba (1539-1572). La “pax colonial”, es decir, la imposición de un sistema de explotación colonial estable se logró con el Virrey Toledo (1569-1581). Los únicos ejemplos de “desorden” que conocemos son conspiraciones que no estallaron (de indios del Valle del Mantaro en 1565, de mestizos en el Cuzco en 1568), o de movimientos de carácter religioso suprimidos por la Iglesia sin intervención militar (el “Taqui Oncoy” en Parinacochas y otras zonas de las actuales regiones de Ayacucho, Apurímac y Huancavelica en 1569-1570).

En el siglo XVII los temores de las élites coloniales en Lima y Chuquisaca se enfocaron en los violentos conflictos que enfrentaban a mineros españoles por el control de los más ricos yacimientos de plata del Sur Andino (Potosí en 1622-1625, Caylloma en 1629-1630, Chocaya en 1634-1636, Carangas hacia 1640, Lípez en 1648-1650, San Antonio de Esquilache en 1651-1652, y Laicacota en 1665-1668). A esto se sumó el temor de una posible movilización masiva de mestizos, debido al motín que ocurrió en La Paz (10-dic-1661) y que costó la vida de algunas autoridades, pero que terminó en derrota al intentar ocupar Laicacota (28-dic-1661). Pese a la denuncia y castigo de una conspiración de indios en Lima (dic-1665), los únicos ejemplos de rebelión indígena en la época corresponden al grupo más marginal de todos, los Uros del Desaguadero (rebelados y reprimidos militarmente en 1618, 1633 y 1677).

Para el siglo XVIII se han estudiado una serie de rebeliones locales a lo largo del virreinarto peruano, así como del Sur Andino. No se percibe ninguna particular predisposición de los comuneros aimara-hablantes por la violencia, si se comparan con los casos de comuneros quechua-hablantes. El origen del estereotipo, sin embargo, se encuentra en algunos incidentes ocurridos durante la Gran Rebelión Tupamarista (1780-1783).

Los cuatro focos principales de esta masiva insurrección fueron:

(a) las provincias del Cuzco, donde el cacique José Gabriel Condorcanqui, “Túpac Amaru”, tenía sus principales alianzas y colaboradores, pero donde, tras levantar el sitio de la ciudad del Cuzco (ene-1781), fue capturado y ejecutado (18-mayo-1781);

(b) el Altiplano septentrional, donde el cacique Pedro Vilca Apaza, de Azángaro, apoyó a Diego Cristóbal “Túpac Amaru”, hasta las capitulaciones de 1783;

(c) el Altiplano meridional, donde el indio Julián Apasa, “Túpac Catari”, sitió La Paz por varios meses en 1781, pero fue capturado y ejecutado (14-nov-1781); y

(d) la provincia de Chayanta, cercana a Potosí y a Chuquisaca, donde el asesinato del cacique Tomás Katari (7-ene-1781) transformó un proceso de autonomía indígena local en parte de la Gran Rebelión, incluyendo el sitio de Chuquisaca (feb-1781).

Algunos historiadores proponen una “Fase Quechua” de la rebelión, liderada por los Túpac Amaru en Cuzco, y una “Fase Aimara”, dirigida por Túpac Catari en La Paz.

De entre los diversos episodios de violencia ocurridos entonces, perpetrados por los rebeldes indígenas así como por los ejércitos coloniales españoles --que también contaban con fuerzas indígenas de apoyo--, son las ocupaciones y destrucciones de Chucuito (abr-1781) y Puno (mayo-1781), así como los prolongados cercos de La Paz (mar-abr y ago-nov-1781), los que originan las imágenes de violencia extrema que se achaca a los aimara-hablantes. Por supuesto, estas son imágenes producidas por aquellos que consideraban a las comunidades indígenas rebeldes como enemigos mortales. Para ellos, sólo las atrocidades cometidas por los rebeldes eran consideradas “bárbaras” o “salvajes”, no así las cometidas por los ejércitos coloniales y sus auxiliares durante el proceso de represión.

Éste estereotipo anti-aimara ha evolucionado desde 1781 hasta hoy, y ha tratado de ser explicado como parte de sus “tradiciones” (su cultura, que les enseñaría a ser violentos) o de su “naturaleza” (una condición de agresividad biológica inevitable). Veremos en un segundo artículo cómo han cambiado las pseudo-explicaciones de la “violencia aimara”, tanto en el Perú como en Bolivia, en los siglos XIX y XX.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 30, febrero de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la
 ”violencia aimara” en el Sur Andino [Segunda Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez continúa con su crítica a las estereotipadas interpretaciones de una pretendida “particular proclividad a la violencia” que, desde 1781, se han propuesto sobre las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste segundo artículo se discuten los distintos “discursos discriminatorios” sobre la población indígena por parte de las élites intelectuales coloniales y republicanas, desde el siglo XVI en adelante, inspirados en distintas nociones y conceptos desarrollados por la cultura Europeo-Occidental. En una siguiente colaboración, Domínguez discutirá los diversos ciclos de movilizaciones sociales en el Altiplano del Titicaca a lo largo de los siglos XIX y XX, y cómo éstos casos de resistencia y defensa de los intereses campesinos han sido vistos e interpretados por las élites terratenientes peruanas y bolivianas.

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Desde la segunda mitad del siglo XX, estamos acostumbrados a calificar negativamente de “racista” prácticamente a toda forma de discriminación social, política, cultural y económica de los grupos dominantes respecto de los grupos dominados en aquellas sociedades formadas, como las latinoamericanas, por individuos de distintos orígenes étnico-raciales.

Éste tipo de crítica anti-racista se impone a mediados del siglo XX debido a:

(a) la condena internacional a las políticas de represión y exterminio contra la minoría étnico-religiosa judía de la Alemania Nazi (1933-1945), y su proyección a nivel de toda Europa --incluyendo a otras minorías étnicas calificadas también de “razas inferiores”--, durante la II Guerra Mundial (1939-1945); y

(b) el desprestigio de las prácticas segregacionistas en los Estados Unidos en contra de los descendientes de esclavos africanos liberados tras la Guerra Civil (1861-1865), prácticas que fueron finalmente abolidas legalmente como consecuencia de las campañas por los “Derechos Civiles” de las décadas de 1950 y 1960.

Además, tanto las ideas liberales originadas en la Ilustración del siglo XVIII, que propugnan la igualdad de los ciudadanos ante la ley en cada país, así como las ideas socialistas desarrolladas desde el siglo XIX, que promueven la solidaridad internacional de la “clase obrera” sin distinciones nacionales, relegan a un segundo o tercer plano la realidad de las identidades étnico-raciales. Éstas identidades sub-nacionales han sido causas de división y de discriminación al interior de las sociedades que han tratado de llevar a la práctica, durante el pasado siglo XX, esas opuestas ideas y proyectos políticos.

Así, durante los últimos 50 ó 60 años, tanto las expresiones ideológicas como las prácticas cotidianas de discriminación han perdido la validez, el prestigio y la aceptación que tuvieron durante los 100 años anteriores en círculos políticos y académicos, cuando las ideas de la existencia de grupos raciales “superiores” e “inferiores” era aceptada y promovida desde los centros de poder internacional en Europa y en los Estados Unidos, y asimilada por las élites locales en América Latina. Los años entre aproximadamente 1840-1850 y 1940-1950 fueron la época del predominio del “racismo científico” en la Cultura Occidental, cuando las nuevas ideas biológicas de la ciencia europea (incluyendo la Teoría de la Evolución propuesta por Darwin en 1859) fueron utilizadas para “explicar” las diferencias sociales, políticas, culturales y económicas de la Humanidad.

Es decir, al mismo tiempo que las “Revoluciones Burguesas” del siglo XIX proclamaban la igualdad legal de los ciudadanos, las élites intelectuales y políticas más conservadoras y reaccionarias desarrollaban discursos pseudo-científicos para reafirmar las antiguas prácticas discriminatorias que los beneficiaban y les permitían controlar el poder, tanto en Europa como en las colonias que iban adquiriendo en África, Asia y Oceanía durante el “siglo del colonialismo” (1870-1960).

En otras palabras, la noción que hoy tenemos de “racismo” no es la única forma, universal y eterna, de la discriminación humana. Por el contrario, el “racismo”, como indica el antropólogo peruano Enrique Mayer, es una forma históricamente determinada de discriminación, originada durante el siglo XIX al aplicarse ideas tomadas de la biología para justificar las desigualdades humanas en términos de cualidades (positivas o negativas) supuestamente heredadas biológicamente por las personas.

Por esta razón, es un error proyectar indiscriminadamante al pasado la noción de “racismo”. Antes del siglo XIX existieron otras formas de justificar las desigualdades entre los seres humanos. Formas pre-modernas donde los discursos pseudo-científicos no eran centrales, sino más bien se utilizaban otros criterios, de carácter religioso-culturales, para presentar las desigualdades humanas como “naturales”, como parte del “orden divino” diseñado para la Humanidad. El proyecto moderno de la Ilustración, que reducía la religión a una práctica privada del individuo y que promovía la igualdad legal de los ciudadanos, rompió con las ideas previas de una jerarquía social inspirada por Dios, en la que la “desigualdad natural” de los seres humanos era una de las nociones centrales (propuesta originalmente por el filósofo griego Aristóteles en el siglo IV AC).

En el caso de los Andes, y desde el siglo XVI, los discursos para justificar la discriminación y la explotación también deben verse en relación a estos modos “modernos” y “pre-modernos” de “explicar” la exclusión.

Los logros tecnológicos evidenciados en los restos arqueológicos de las sociedades andinas del período Inca y épocas anteriores, posibles debido a una efectiva organización político-social capaz de planificar y llevar a cabo proyectos de edificaciones y construcciones arquitectónicas monumentales a lo largo de varias generaciones, sorprendieron a los propios conquistadores españoles en el siglo XVI. Con el reordenamiento colonial de los siglos XVI al XVIII, la población indígena campesina de los Andes vió reducida su imagen ante los colonizadores: una masa indiferenciada de trabajadores (“los indios”), destinada a servir los intereses del Estado colonial, de la iglesia que se dedicó a evangelizarlos y de los “empresarios coloniales” de origen tanto peninsular como criollo.



Para éstos grupos dominantes de la sociedad colonial la “resistencia pasiva” de las comunidades campesinas indígenas, forzadas al acomodo cotidiano bajo las normas impuestas por la situación colonial a la que estaban sometidas, fue interpretada como una muestra de la condición “infantil” o “pusilánime” del indio. Cualquier forma de resistencia o mobilización campesina activa y violenta, por el contrario, era interpretada como muestra de su condición “irracional” y “agresiva” innatas. De una u otra forma, la imagen del indio colonial (y la de su descendiente, el indio del período republicano) fue caracterizada como la de un ser “incivilizado”. Si esto era así, ¿cómo entender los logros materiales de los Incas, que habían tenido como súbditos a los antepasados de esos mismos indios?



Durante la época colonial la explicación se buscó desde una de las características de la sociedad monárquica española: el aristocratismo (el predominio de valores culturales y sociales jerárquicos de la aristocracia dominante). La nobleza en España, como los Incas en los Andes, eran de una “calidad” superior a la de los súbditos, ya fuesen éstos campesinos españoles o campesinos indígenas andinos. Los indios habían estado sabiamente gobernados por la monarquía incaica, cuyos prudentes soberanos estarían casi a la altura de los Católicos reyes de la monarquía española.

Durante el siglo XIX, influidos por las ideas del nuevo “racismo científico” (la idea pseudo-científica de que los grupos humanos de distintas características físicas externas pertenecen a distintas “razas biológicas” y que algunas son superiores a otras), los intelectuales criollos y mestizos de los países andinos añadieron a la antigua idea colonial del “indio de calidad inferior” la nueva noción del “indio biológicamente inferior”.

Así, la marginación y subordinación de la población indígena es la más pesada “herencia colonial” con la que tenemos que luchar en los países andinos, y en Latinoamérica en general. Y para ello, la creación de nuevos discursos intelectuales, culturales, sociales y políticos, que destierren las dicotomías opresoras de superioridad/inferioridad, adelanto/atraso, inclusión/exclusión, y que enfaticen las nociones de aceptación, tolerancia, igualdad, respeto y dignidad, son una necesidad urgente en nuestros países, hoy más que nunca.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 31, marzo de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Tercera Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez continúa con su crítica a las estereotipadas interpretaciones de una pretendida “particular proclividad a la violencia” que se han propuesto sobre las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino desde 1781. En éste tercer artículo Domínguez resume los “discursos discriminatorios” contra las comunidades indígenas (el aristocratismo colonial, la exclusión ciudadana-liberal de los tributarios y los nuevos discursos racistas decimonónicos), discutiendo brevemente los diversos ciclos de las movilizaciones sociales en el Altiplano del Titicaca a lo largo del siglo XIX.

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Los años entre aproximadamente 1840-1850 y 1940-1950 enmarcan la época del “racismo científico” en la Cultura Occidental, cuando las nuevas ideas biológicas de la ciencia europea (incluyendo la Teoría de la Evolución propuesta por Darwin en 1859) se utilizaron para “explicar” las diferencias sociales, políticas, culturales y económicas de la Humanidad. Antes del siglo XIX existieron otras formas de justificar las desigualdades entre los seres humanos. Formas pre-modernas donde los discursos pseudo-científicos no eran centrales, sino más bien se utilizaban otros criterios, de carácter religioso-culturales, para presentar las desigualdades humanas como “naturales”, como parte del “orden divino” diseñado para la Humanidad, una jerarquía social inspirada por Dios, en la que la “desigualdad natural” de los seres humanos era una de las ideas centrales.

Para las élites del período colonial la “resistencia pasiva” de las comunidades campesinas indígenas, forzadas al acomodo cotidiano bajo las normas impuestas por la dominación colonial a la que estaban sometidas, fue interpretada como una muestra de la condición “infantil” o “pusilánime” del indio. Cualquier forma de resistencia o mobilización campesina activa y violenta, por el contrario, era interpretada como muestra de su condición “irracional” y “agresiva” innatas. De una u otra forma, la imagen del indio colonial (y la de su descendiente, el indio del período republicano) fue caracterizada como la de un ser “incivilizado”.

Durante la época colonial la explicación y justificación de la “incivilidad indígena” se buscó desde una de las características de la sociedad monárquica española: el aristocratismo (el predominio de valores culturales y sociales jerárquicos de la aristocracia dominante). La nobleza en España, como los Incas en los Andes, eran de una “calidad” superior a la de los súbditos, ya fuesen éstos campesinos españoles o campesinos indígenas andinos.

Éstas ideas aristocráticas fueron cuestionadas desde mediados del siglo XVIII por el “proyecto moderno” de la Ilustración. El Liberalismo de inicios del siglo XIX propuso borrar las diferencias sociales mediante la propuesta de “igualdad ante la ley” de todos los “ciudadanos”. Por eso, en las nuevas repúblicas independientes latinoamericanas el principal problema político del siglo XIX fue el definir quiénes eran los “ciudadanos” con acceso a las decisiones de gobierno, y quiénes no tenían tales derechos. La población indígena, así como los esclavos, las mujeres, los hombres menores de 25 a 35 años, especialmente aquellos carentes de bienes y posesiones materiales que los hicieran “respetables”, resultaron excluídos. En el caso específico de “los indios”, el tema del “tributo indígena” fue central, ya que esa exigencia fiscal colonial --mantenida después de la Independencia-- los marcaba como un grupo especial necesitado de protección, al margen de la ciudadanía y los derechos políticos de las nuevas naciones, especialmente en los países andinos.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, influidos por las ideas del nuevo “racismo científico” (la idea pseudo-científica de que los grupos humanos de distintas características físicas externas pertenecen a distintas “razas biológicas”, siendo unas superiores a otras), los intelectuales criollos y mestizos de los países andinos añadieron a la antigua idea colonial del “indio de calidad inferior” la nueva noción del “indio biológicamente inferior”. Ésta nueva ideología se aplicó de inmediato a la exclusión política de “los indios”, para mantenerlos fuera de la “comunidad política” de los “ciudadanos” con plenos derechos y obligaciones.

Estos tres distintos “discursos discriminatorios” (aristocratismo colonial, exclusión ciudadana-liberal de los tributarios, nuevos discursos racistas) fueron aplicados a los tres principales ciclos de movilizaciones campesinas ocurridas en el Altiplano peruano-boliviano a lo largo del siglo XIX.

La resistencia violenta de las comunidades indígenas andinas ante la explotación colonial y republicana ha tenido como denominador común la defensa de las tierras comunales y los recursos naturales que hacen posible la supervivencia misma de los miembros de éstas. En numerosas ocasiones los actos de violencia campesina fueron causados por los abusos de las autoridades civiles o religiosas locales, especialmente cuando a los “abusos ordinarios” respaldados por el sistema legal (tributos y mitas coloniales, contribuciones y conscripciones republicanas) se sumaban nuevos “abusos extra-ordinarios” (restablecimiento legal o ilegal de impuestos derogados, nueva legislación ‘des-protectora’ de los derechos comunales, exigencias ilegales aplicadas abusivamente).

Como sugiriera el historiador marxista británico E.P. Thomspson [1924-1993] con la noción de “economía moral”, el “equilibrio” de la explotación social y económica pre-moderna era aceptado por los explotados hasta un cierto límite, el cual, al ser excedido por los explotadores, ocasionaba la respuesta violenta de los explotados. En los Andes coloniales ese “equilibrio” estaba organizado en torno al “tributo”, un impuesto que sólo pagaban los campesinos con acceso a tierras comunales (tierras que, teóricamente, eran propiedad del rey de España como consecuencia de la Conquista). Desde la época toledana (1569-1581) el tributo “pagaba” al Estado colonial por la protección legal de las tierras comunales. Este “pacto tributario” garantizaba el acceso comunal a las tierras indígenas. Tanto en la época colonial como en el siglo XIX republicano, el tributo era un “marcador étnico”, pues sólo los “indios” estaban obligados a pagarlo. Para los liberales decimonónicos, el “tributo” era además un “marcador de inferioridad política”, pues excluía a quienes lo pagaban de acceder a la ciudadanía individual y plena.

Los tres ciclos de violencia campesina generalizada en el Altiplano del Titicaca a lo largo del siglo XIX, de unos 4 a 7 años de duración cada uno, fueron:

(I) la época inicial de la Independencia entre 1810-1816, ciclo iniciado por la represión realista desde el Cuzco contra las Juntas de 1809 en Chuquisaca y La Paz, seguida de 3 expediciones patriotas desde Buenos Aires y por la llamada “rebelión de Pumacahua” (1814-15), proceso que movilizó a los caciques, kurakas e hilacatas de todo el Sur Andino, y a sus subordinados indígenas, en apoyo de ambos grupos, patriotas y realistas;

(II) los años de 1866-1871, con movilizaciones indígenas en los departamentos de Puno (resistencia a la reimplantación del cobro del tributo en el Perú, incluyendo la rebelión de Huancané liderada por Juan Bustamante, 1867-68) y de La Paz (resistencia a la venta de tierras comunales en Bolivia, culminando con la caída del Presidente Melgarejo, 1869-71); y

(III) el descontento de los años 1884-1887, especialmente en el Perú (por el restablecimiento en 1886 de la “contribución indígena” abolida en 1854), y con menor énfasis en Bolivia (donde la ley de 1874 que abolió las comunidades para promover la propiedad indígena individual, fué revisada en 1883 por la ley que permitía la subsistencia de aquellas comunidades que puedieran mostrar títulos coloniales, debido a la presión de los “comunarios” y sus “apoderados indígenas”).

Un cuarto ciclo de movilizaciones campesinas en el Altiplano, entre 1895-1899, tanto en el Sur peruano (ciclo contra el estanco de la sal y el cobro ilegal de la contribución abolida, 1895-97) como en Bolivia (alianza entre aimaras y liberales en la Guerra Federal, 1898-99), corresponde más bien a desarrollos propios del siglo XX, y como tal será tratado en un siguiente artículo.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 32, abril-mayo de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Cuarta Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez continúa con su crítica de las estereotipadas visiones que se han propuesto, desde 1781 hasta la actualidad, sobre una pretendida “particular proclividad a la violencia” de las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste cuarto artículo se discute si en los ciclos de movilizaciones campesinas de 1810-1816, durante las Guerras de Independencia, y de 1866-1871, especialmente con la llamada “Rebelión de Juan Bustamante”, puede distinguirse alguna “particularidad violentista” entre las comunidades aimaras del Altiplano peruano-boliviano.

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La Guerra de Independencia comenzó muy tempranamente en el Altiplano Surandino con las juntas autonomistas de Chuquisaca y La Paz, formadas en 1809. La represión de éstas juntas, formalmente parte del Virreinato del Río de la Plata, se llevó a cabo desde el Sur del Perú, debido al desarrollo de un movimiento autonimista en Buenos Aires (1810) y al enérgico gobierno del Virrey Abascal en Lima (1806-1816). Las juntas charqueñas o alto-peruanas fueron reprimidas entre 1810-1813 por el Presidente de la Audiencia del Cuzco, el arequipeño Juan Manuel de Goyeneche, enviado por el Virrey Abascal. Este ejército realista bajo-peruano contaba con auxiliares indígenas del Cuzco y Azángaro, y en el período más violento (1811-1812), los caciques de las Intendencias alto-peruanas de La Paz, Cochabamba, Potosí y Chuquisaca fueron movilizados tanto en apoyo de los realistas como de los patriotas. Las comunidades afectadas eran tanto aimara- como quechua-hablantes. En un siguiente momento, los refuerzos realistas comandados por Joaquín de la Pezuela (1813-1816) restablecieron el dominio colonial sobre el Alto Perú y derrotaron a los ejércitos patriotas provenientes de Buenos Aires y del Río de la Plata.

La violenta “pacificación” colonial del Altiplano alcanzada en 1813 se vió casi inmediatamente amenazada por la llamada “rebelión de Pumacahua y los hermanos Angulo” (1814-1815), surgida en el Cuzco y extendida hacia el Este (Puno, La Paz), Sur (Arequipa) y Oeste (Huamanga). La columna militar insurgente encabezada por el cura Ildefonso Muñecas y por Manuel Pinelo avanzó hacia el Altiplano. Allí la guarnición de Puno se rindió sin pelear, pero el ataque a La Paz sí fue violento y la ciudad fue duramente saqueada por las tropas indígenas y mestizas, quechua- y aimara-hablantes, provenientes del Cuzco y Puno. Pezuela envió al Gral. Juan Ramírez a recuperar La Paz (XI-1814), y fueron sus tropas las que derrotaron al cacique Pumacahua en Umachiri (III-1815). Ramírez ordenó la ejecución de Pumacahua en Sicuani, desde donde avanzó al Cuzco, capturando y ejecutando a los hermanos Angulo y a otros líderes rebeldes (IV-1815). Éste ejército realista de Ramírez también contaba con auxiliares indígenas provenientes del Sur Andino, tanto quechua- como aimara-hablantes.

Durante las campañas de 1810-1816 en el Sur Andino, las autoridades coloniales no dejaron de subrayar, intencional y quizás exageradamente, que los indios “bárbaros” y “desborados” querían acabar con todos los “españoles”, es decir, todos los blancos, fuesen peninsulares o criollos. El recuerdo de la Gran Rebelión Tupamarista de inicios de la década de 1780 fue utilizado para atemorizar a los criollos y evitar alianzas anti-coloniales entre éstos y los rebeldes cuzqueños (como señala Charles Walker en su libro 'De Túpac Amaru a Gamarra: Cusco y la formación del Perú republicano, 1780-1840' [1999]).

El testimonio del criollo puneño José Rufino Echenique [1808-1887], quien llegaría a ser Presidente del Perú (1851-1855), corrobora esta imagen de violencia anti-española y de una “guerra de castas” (o “de razas”) en el Altiplano en 1814. En sus ‘Memorias para la Historia del Perú (1808-1878)’, publicadas en 2 tomos sólo en 1952 (Lima, Ed. Huascarán), Echenique cuenta como salvó la vida a los 5 años cuando, estando en la hacienda de un tío suyo en Carabaya, uno de los rebeldes se apiadó de él, separándolo del grupo de prisioneros que terminó asesinado (vol. I, pp. 4-5).

La intensidad de la represión colonial de 1810-1816 y la presencia de un poderoso ejército realista en el Alto Perú desde 1813, reforzado además con el traslado al Cuzco a fines de 1820 del Virrey La Serna (1820-1824), ayudan a entender que el Sur Andino se mantuviera como una zona mayormente “pacífica” durante las Campañas Libertadoras de San Martín (1820-1822) y de Bolívar (1823-1826).

Tuvieron que pasar 40 años tras el final de las Guerras de Independencia para que el Altiplano del Titicaca fuera nuevamente escenario de movilizaciones campesinas indígenas. La existencia de dos estados-nacionales distintos, con políticas y legislaciones no siempre coincidentes, hace del estudio comparativo del período republicano en esta región andina un ejercicio particularmente complicado. Los procesos históricos ocurridos en el sector puneño y en el sector paceño del Altiplano del Titicaca no avanzaron siempre de modo sincrónico o coordinado. Sin embargo, la permanente porosidad de las fronteras internacionales que dividen el Altiplano peruano-boliviano permitió la mutua influencia a través de individuos, ideas e intereses provenientes de ambos países.

Las guerras que siguieron a la proclamación de la Independencia de Bolivia (6-VIII-1825), especialmente durante los años de la Confedración Perú-Boliviana (1836-1839) y de las invasiones peruana a Bolivia (1841) y boliviana al Perú (1842), afectaron a las comunidades indígenas del Altiplano, aunque fueron éstas principalmente guerras de ejércitos regulares de relativa corta duración, por lo que no ocasionaron la ruptura de las relaciones tradicionales de subordinación de las comunidades a las élites puneñas o paceñas, ni el desarrollo de movilizaciones campesinas autónomas y contrarias al dominio de las autoridades nacionales y/o provinciales de ambos países.

Los años de 1866-1871, por el contrario, fueron testigo de masivas movilizaciones indígenas en el departamento de Puno, en contra de la reimplantación del cobro del tributo en el Perú, incluyendo destacadamente la rebelión liderada por Juan Bustamante (1867-1868); y en el departamento de La Paz, con la resistencia a la venta de tierras comunales en Bolivia, que culminó con la caída del Presidente Melgarejo (1869-1871).

La rebelión de Juan Bustamante se inició en Huancané, zona aimara al norte del Lago Titicaca, y se extendió por zonas quechua-hablantes en las provincias vecinas de Azángaro, Lampa y Puno. Así, éste movimiento de protesta campesina trasciende especificidades étnico-lingüísticas y se explica no sólo por las condiciones de explotación locales y las fluctuaciones económicas regionales, como veremos, sino por las crisis políticas nacionales de la época.

Para explicar los complejos procesos locales, regionales y nacionales que se interconectan en el Norte del Lago en 1867 recurriremos a la síntesis elaborada por el Profesor Michael J. Gonzales, de la Universidad del Norte de Illinois (DeKalb, Illinois, EE.UU.), en su artículo “Neo-Colonialism and Indian Unrest in Southern Peru, 1867-1898”, publicado en el ‘Bulletin of Latin American Research’ (vol. 6, no. 1, 1987, pp. 1-26). La traducción que sigue corresponde a las páginas 12-15 (no se incluyen las notas con las referencias bibliográficas del artículo original).

“La primera y más grande rebelión en el área de Puno fue la Rebelión de Bustamante de 1867-1868. Llamada así por el Coronel Juan Bustamante, un conocido político y comerciante puneño, la rebelión comenzó como una protesta contra el restablecimiento de la ‘contribución personal’, contra un impuesto temporal para financiar reparaciones en la catedral puneña, y contra un cobro ilegal sobre la producción de granos impuesto por un gobernador local. Los investigadores han enfocado su atención en Bustamante, una figura interesante y colorida que abogó en el Congreso nacional por leyes en favor de los indios, ayudó a fundar la “Sociedad Pro-Indígena”, viajó ampliamente en Europa, y hablaba varios idiomas, incluyendo el quechua”. (Gonzales 1987, pp. 12-13)

“Por varios años, Bustamante buscó promover los derechos de los indios a través de métodos no violentos. Por ejemplo, solicitó informes de antiguos prefectos que describieran los diversos abusos contra la población indígena de Puno. Esos documentos, que constituyen una impresionante acusación contra la sociedad y el gobierno locales, fueron publicados en ‘El Comercio’ y otros diarios importantes y luego recopilados por Bustamante en un libro titulado ‘Los Indios del Perú’. Fué sólo después de que fracasaron éstos intentos de despertar la conciencia del público que un Bustamante frustrado y amargado apareció a la cabeza de una rebelión suicida”. (p. 13)

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 33, junio de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Quinta Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez sigue con su crítica de las estereotipadas visiones que se han propuesto, desde 1781 hasta la actualidad, de una pretendida “particular proclividad a la violencia” de las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste quinto artículo Domínguez continúa con la traducción de una síntesis sobre la llamada “Rebelión de Juan Bustamante” de 1867-1868, elaborada originalmente por el Profesor Michael J. Gonzales, de la Universidad del Norte de Illinois (DeKalb, Illinois, EE.UU.), en su artículo “Neo-Colonialism and Indian Unrest in Southern Peru, 1867-1898”, publicado en el ‘Bulletin of Latin American Research’ (vol. 6, no. 1, 1987).

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“Aunque [Juan] Bustamante tenía un compromiso social, su rebelión también defendía una causa política. Bustamante era liberal y partidario de la dictadura del General Mariano Ignacio Prado, quien había tomado el poder en 1866 y que presidió la redacción de una nueva constitución liberal. En 1867 la oposición contra Prado y la nueva constitución tomó la forma de una exitosa revolución que tuvo por centro las sureñas ciudades de Arequipa, Puno y Cuzco. No hay duda de que Bustamante buscó derrotar a la oposición contra Prado al transformar una rebelión esencialmente local y anti-fiscal en un movimiento político de mayor proporción”. (Gonzales 1987, p. 13)

“La revuelta empezó en el pueblo de Huancané el 31 de marzo de 1867 y se expandió rápidamente por las aldeas vecinas de Vilque-chico y Moho. Los rebeldes arrestaron al subprefecto y a los gobernadores locales, pusieron a sus partidarios en esos puestos, y exigieron el reembolso de la ‘contribución personal’ que había sido recolectada ese año. De la ciudad de Puno se enviaron 20 hombres armados para suprimir la insurrección y en la lucha que se produjo murieron 4 personas. El obispo de Puno, Huerta, negoció una tregua temporal, que fué rota tras la llegada de 200 soldados comandados por José María Lizares, prominente hacendado y autoridad local de Azángaro. Ocuparon el pueblo en nombre del gobierno y mataron numerosos indios en las zonas rurales”. (Gonzales 1987, p. 13)

“Pese a éste contratiempo, la rebelión se extendió hacia las provincias vecinas de Azángaro, Lampa y Puno. En ésta última jurisdicción, los indios tomaron el pueblo de Capachica y la isla de Amentañi [Amantaní], arrestaron al gobernador local, exigieron la devolución de la ‘contribución personal’, y procedieron a invadir una hacienda vecina. Cuando las noticias de éstos actos llegaron a la ciudad de Puno, una fuerza de 60 solados de infantería y 8 jinetes de caballería fué enviada a recuperar el pueblo. Esta expedición, sin embargo, resultó un completo desastre. Los rebeldes, escondidos en la cima de un paso montañoso, lanzaron rocas y peñascos contra los soldados, matando a 37 y tomando a los 6 sobrevivientes como prisioneros. La noticia de ésta derrota causó un pánico general en la ciudad de Puno y muchos de sus más ricos residentes huyeron en busca de refugio a Arequipa”. (Gonzales 1987, p. 13)

“De Puno la revuelta se expandió a Azángaro, particularmente a los distritos de Putina, Samán y Chupa. Siguiendo una práctica generalizada, los rebeldes detuvieron al cobrador de impuestos local y a varios gobernadores. El subprefecto de Azángaro, el Coronel Recharte, organizó una fuerza de 200 hombres y atacó a los rebeldes. Este encuentro, sin embargo, resultó en un empate y forzó a Recharte a pedir al gobierno de Bolivia el envío de tropas a través de la frontera. Aunque esas tropas nunca llegaron, ésta fue una petición muy controvertida, que posteriormente hizo que el gobierno central presentara cargos contra el subprefecto”. (Gonzales 1987, pp. 13-14)

“Pese a algunas victorias militares, los rebeldes fueron pronto sobrepasados. Llegaron refuerzos desde los departamentos vecinos y el subprefecto de Lampa, Montesinos, organizó a 200 hombres y dirigió una ataque preventivo contra la población indígena local, matando a 60 personas. La lucha se detuvo temporalmente con la llegada de tropas desde Lima comandadas por el General Baltasar Caravedo. Diplomático al igual que soldado, Caravedo logró establecer una tregua sin hacer un uso excesivo de la fuerza”. (Gonzales 1987, p. 14)

“Cuando la lucha aún se estaba desarrollando, Juan Bustamante hizo publicar un manifiesto en ‘El Comercio’ presentándose como el representante legal de los indios de la Provincia de Huancané. Dicha carta es una petición general, basada en argumentos humanitarios y legales, para proteger las tierras indígenas y abolir los servicios personales y las contribuciones forzosas. El texto no promovía la rebelión sino que sugería trabajar a través del sistema legal”. (Gonzales 1987, p. 14)

“La disposición de Bustamante, sin embargo, cambió debido al desarrollo de los acontecimientos. Aunque alababa a Caravedo por sus tácticas en suprimir la rebelión, estaba indignado por la legislación propuesta para castigar a los indios que habían participado en la revuelta. La legislación fué autorizada por los tres diputados por Puno, Quiñones, Luna y Riquelme, y fué calificada por la prensa nacional como “La Ley del Terror”. La ley, que fué al final aprobada, pedía el castigo de los rebeldes y de las autoridades que hubieran infringido las leyes, el envío de más tropas al departamento, y, lo más importante, enviar a los sospechosos de rebelión a la selva y poner en venta sus tierras en subasta pública”. (Gonzales 1987, p. 14)

“La política nacional también alteró decisivamente la actitud de Juan Bustamante. En octubre de 1867 la creciente oposición al gobierno liberal de Prado culminó en una revolución política centrada en la sureña ciudad de Arequipa, bastión del conservadurismo y el catolicismo. Puno estaba estrechamente vinculado a Arequipa en términos económicos y geográficos, y el apoyo a la revolución se hizo visible en varias localidades. El 30 de octubre el pueblo de Lampa se declaró contra Prado, denunciando su fracaso en resolver los problemas económicos y políticos del país. Como Arequipa, Lampa reconoció a Pedro Diez Canseco [arequipeño, 1815-1893] como Jefe Provisional del Estado y a Miguel de San Román [puneño, hijo del ex-presidente homónimo fallecido en 1863] como el efectivo Prefecto del Departamento de Puno”. (Gonzales 1987, pp. 14)

“Bustamante era un liberal de toda la vida y uno de los más fuertes partidarios de Prado en Puno. El 30 de diciembre de 1867 apareció en las afueras de la ciudad de Puno a la cabeza de “miles” de indios armados con armas improvisadas así como con 100 rifles. Las autoridades locales sólo fueron capaces de reunir 30 soldados, que fueron rápidamente sobrepasados por las masas indígenas que ocupaban la capital departamental al grito de “viva Prado”. Éste entusiasmo desapareció al día siguiente, sin embargo, cuando llegaron noticias del fracaso de Prado al intentar capturar Arequipa y de su inminente renuncia. Bustamante abandonó la capital y se retiró al campo, donde fué perseguido por Recharte con 300 hombres bien armados. Siguió una feroz batalla de cuatro horas de la que Recharte salió victorioso. Muchos indios murieron en la pelea y 70 presuntos líderes fueron capturados y posteriormente quemados vivos en una pequeña cárcel rural [en Pusi]. Bustamante, que había huído del campo de batalla, fué también capturado y se dice que decapitado”. (Gonzales 1987, pp. 14-15)

“Pese a los evidentes objetivos políticos de Bustamante, el Congreso nacional reconoció que los indios se habían rebelado, entre otras cosas, en contra de los abusos de las autoridades locales. Por ello, una Ley de Reforma fué aprobada en agosto de 1868, eximiendo a los naturales de proporcionar servicios gratuitos, de servir en cargos que sólo beneficiaban a blancos y mestizos, y de pagar por festivales religiosos locales. Más aún, el mes siguiente otra Ley de Reforma creó una comisión para que visitara las provincias y recomendara una nueva legislación indígena”. (Gonzales 1987, p. 15)

“Pese a éstos valiosos esfuerzos, sin embargo, la única legislación que fué aplicada fué la “Ley del Terror”. Más aún, las autoridades locales llevaron a cabo una serie de represalias contra las comunidades rebeldes, incluyendo la confiscación de ganados y la extorsión de grandes cantidades de dinero”. (Gonzales 1987, p. 15)

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 34, julio de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Sexta Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez sigue con su crítica de las estereotipadas visiones que se han propuesto, desde 1781 hasta la actualidad, sobre una supuesta “particular proclividad a la violencia” de las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste sexto artículo Domínguez finaliza la traducción de una síntesis sobre la llamada “Rebelión de Juan Bustamante” de 1867-1868, elaborada originalmente por el Profesor Michael J. Gonzales, de la Universidad del Norte de Illinois (DeKalb, Illinois, EE.UU.), en su artículo “Neo-Colonialism and Indian Unrest in Southern Peru, 1867-1898”, publicado en el ‘Bulletin of Latin American Research’ (vol. 6, no. 1, 1987).

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“Las causas de la Rebelión de Bustamante son al mismo tiempo obvias y complejas. En dos cartas publicadas por Juan Bustamante en ‘El Nacional’ en mayo de 1867, varios indios indicaban que se habían sublevado contra la recolección de la ‘contribución personal’, los abusos del gobierno local y los servicios personales forzosos. Como decían: “somos constantemente oprimidos por la tiranía y esclavitud, muy similar al absolutismo de los tiempos de la colonia española...”.” (Gonzales 1987, p. 15)

“Las acciones de los rebeldes confirman este testimonio. Sin excepción, su primer acto era arrestar a los gobernadores locales y a los recolectores de impuestos y demandar la devolución de la ‘contribución personal’. Éste gravámen era tanto deshonrroso como financieramente difícil de cumplir. Más aún, su recolección coincidió con la imposición del pago de 2 reales para la refacción de la catedral de Puno y 5 reales para un nuevo empréstito nacional. Además, el gobernador de Capachica demandaba ilegalmente de los indios de su jurisdicción el pago de 6 reales por fanega (152 libras) de cebada producida, que luego usaba para hacer licor en la destilería del prefecto. Puede suponerse que el licor era luego vendido, con alguna ganancia, a los propios indios de Capachica”. (Gonzales 1987, p. 15)

“Parece haber pocas dudas de que este tipo de cobros ilegales, excesivos y [hasta] racistas eran la causa principal de la Rebelión de Bustamante. Sin embargo, los cobros fiscales deben verse en el contexto de la capacidad de pago. (...) el período 1866-1867 fué de baja en los precios de la lana, por lo que los ingresos de los pequeños propietarios disminuyeron al mismo tiempo que sus impuestos aumentaban. Más aún, un artículo en ‘El Comercio’ de mayo de 1867 menciona que las cosechas locales fueron malas ese año. Parace posible que los ingresos excedentes dedicados a la compra de alimentos hubieran sido destinados al pago de impuestos. Dada la caída de los precios de las lanas y de los ingresos, los hacendados podrían haber estado menos dispuestos a hacer préstamos a los campesinos. De hecho, la invasión de una hacienda por los indios de Capachica sugiere la erosión de las relaciones clientelísticas en el área, y algunas nuevas tensiones por la consolidación de tierras. La dimensión añadida a ésta rebelión es, finalmente, la de las ambiciones políticas de Bustamante. Participó en una rebelión localizada y la transformó en un movimiento de proporciones regionales diseñado, al menos eso pensaba, para mantener a Mariano Ignacio Prado en el poder. En éste sentido, pese a sus pretensiones humanitarias, no era Bustamante muy diferente de otros miembros de la élite regional”. (Gonzales 1987, p. 15)

“Tras la Rebelión de Bustamante siguió un período de relativa calma en el departamento [de Puno]”. (Gonzales 1987, p. 15)

Como se aprecia en esta reconstrucción del Profesor Michael Gonzales, la crisis vivida en Puno en los 10 meses comprendidos entre marzo de 1867 y enero de 1868 fue producto de una compleja combinación de causas locales, regionales y nacionales, e incluyó aspectos sociales, económicos, fiscales y políticos. Aunque comenzó en la zona aimara-hablante de Huancané, se extendió rápidamente por las zonas quechua-hablantes vecinas de Azángaro, Lampa y Puno. Así, el componente étnico-lingüístico en las identidades comunales campesinas no parece haber sido determinate. La idea de un particular o especial “violentismo aimara” a mediados del siglo XIX en el Altiplano puneño, como en los casos anteriores que hemos venido discutiendo, tampoco se ve confirmada por el análisis de la evidencia histórica disponible.

Por otro lado, aunque no hemos incluído en esta traducción las notas en que se presentan las fuentes históricas específicas que sustentan la reconstrucción elaborada por el Profesor Gonzales, pasamos a enumerar a continuación y de modo general las fuentes principales utilizadas por él en su artículo de 1987:

- Jorge Basadre, ‘Historia de la República del Perú’ (Lima, 1968), tomo IV, pp. 91-95.

- Jean Piel, “The Place of the Peasantry in the National Life of Peru in the Nineteenth Century”, ‘Past and Present’, vol. 46, 1970, pp. 108-133.

- Emilio Vásquez, ‘La rebelión de Juan Bustamante’ (Lima: Librería Editorial J. Mejía Baca, 1976).

- Jeffrey L. Klaiber, S.J., ‘Religion and Revolution in Peru, 1824-1976’ (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1977), pp. 51-54.

- Nils P. Jacobsen, “Landtenure and Society in the Peruvian Altiplano: Azángaro Province, 1770-1920”. Tesis doctoral, Universidad de California, Berkeley, 1982.

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Otro aspecto importante de la crisis de 1867-1868 en Puno, como lo señala el historiador jesuita norteamericano Jeffrey Klaiber, S.J., Profesor de la Universidad Católica de Lima, es el rol mediador que la Iglesia intentó desplegar en esa coyuntura. En su libro ‘The Catholic Church in Peru, 1821-1985: A Social History’ (Washington, DC: The Catholic University of America Press, 1992), el Padre Klaiber señala “la compleja relación entre la Iglesia y los indios”, indicando que la Iglesia cumplió tres roles básicos durante las rebeliones indígenas: “el de defensora de los indios frente al gobierno y los hacendados; el de árbitro entre las autoridades políticas y los indios; y el de portavoz del gobierno ante los indios. Éstos tres roles resumen la relación de la Iglesia con el campesinado: en algunas ocasiones, defensora; en otras, una fuerza moderadora; y aún en otras, legitimadora del ‘status quo’.” (p. 198).

Destaca Klaiber el caso de Monseñor Juan Ambrosio Huerta, primer obispo de la diócesis de Puno (establecida en 1861): “Las constituciones del primer sínodo diocesano (...) condenaron explicitamente ciertos abusos, especialmente la práctica de forzar a los indios a comprar o vender productos. La sección titulada “Pecados Reservados al Obispo” indicaba específicamente al “negociante en lana, oro, coca o ganado que fuerza a los indios a venderle a él”. Ésta condena estaba sin duda inspirada en la experiencia personal que tuvo Huerta como mediador en la rebelión de 1867 causada en gran parte por éste abuso en particular.” (pp. 198-199).

Y continúa: “Años después, cuando era obispo de Arequipa, Huerta se refirió a éste incidente en una carta pastoral. Culpaba a los explotadores y al ejército de causar la sublevación, y expresaba su compasión por los indios: “Cuando hice mi primera visita pastoral, me causó gran pena ver la manera tiránica e inhumana en que los mercaderes de lanas y oro, y las autoridades políticas, trataban a los indios. Éstos y otros muchos abusos que podríamos mencionar provocaron a los indios a levantarse en una violenta sublevación”.” (p. 199).

Klaiber menciona que la “Sociedad Amiga de los Indios”, fundada en Lima por Bustamante y otros activistas liberales, incluía a algunos sacerdotes entre sus miembros (de los que, por desgracia, no se sabe mucho). Ésta primera organización indigenista tomó como patrón a Fray Bartolomé de las Casas, O.P. [1484-1566], el llamado “Apóstol de la Indios” de la época de la Conquista. Así, el Padre Klaiber concluye: “Huerta y los sacerdotes de la “Sociedad Amiga de los Indios” (...) favorecienron activamente a la población indígena. Aunque nunca propusieron ninguna reforma estructural fundamental, su mentalidad en efecto anticipó las posiciones más radicales de una época posterior” (p. 199), en clara referencia a la Iglesia Surandina comprometida con “los pobres de Jesucristo” que se desarrolló a partir de las décadas de 1960 y 1970 en el Perú.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 35, agosto de 2008, pp. 16-17.

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• Ver: http://www.ser.org.pe/index.php?option=com_remository&op=ListarDocumentos&id=4&inicio=0

lunes, 8 de diciembre de 2008

Hace Más de Mil Años: Tiwanaku en Puno.

Se discute en Puno si es que alguna vez la ciudad llegó a ser un importante centro incaico, como hace 500 años lo fueron Chucuito o Hatuncolla, pero las evidencias arqueológicas son mínimas. Sin embargo, según la reciente síntesis sobre la arqueología altiplánica escrita por el profesor Charles Stanish (Departamento de Antropología, Universidad de California, Los Angeles), y titulada Ancient Titicaca (University of California Press, 2003), Puno fue más importante un milenio atrás, en época de la Cultura Tiwanaku. Centrada en el sitio arqueológico boliviano del mismo nombre (Tiahuanaco), ésta existió por 700 años (400-1100 D.C.). La máxima expansión del estado o reino Tiwanaku ocurrió entre 900-1000 D.C. (siglo X D.C.). En el sector septentrional del Lago Titicaca, su principal enclave se ubicó en Puno. Nuestro colaborador Nicanor Domínguez nos ofrece una traducción del texto del profesor Stanish.

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“La Bahía de Puno está en el sector N.O. del Lago Titicaca. La bahía misma es bastante grade (unos 500 kms2) y está delimitada por la Península de Capachica al N. y una segunda península al S., dominada por el Cerro Coaraya. Mario Núñez [Mendiguri] (1977) publicó un breve reporte de los sitios Tiwanaku conocidos en el área de Puno. Desde entonces algunos sitios han sido destruídos o están ahora cubiertos por construcciones modernas. Los sitios fueron identificados por la presencia de elementos diagnósticos [del estilo] Tiwanaku [en cerámica, arquitectura, etc.] recuperados mediante trabajos de rescate arqueológico, o como consecuencia de actividades de construcción. Los sitios Tiwanaku incluyen uno en el lugar del actual Colegio Nacional en la ciudad, en el Barrio José Antonio Encinas; el sitio de Huajjsapata, a 300 mts. de la Plaza de Armas; el sitio de Molloqo Mata, cerca del lago por la carretera al S. de Puno (Hyslop [1976] también visitó Molloqo Mata); y Punanave, encima de la ciudad por el camino a Moquegua. Núñez [Mendiguri] también menciona que se ubicaron artefactos de estilo Tiwanaku en la Isla Salinas y, por supuesto, en el gran sitio Tiwanaku de Isla Esteves” (Stanish 2003, pp. 186-187).

“El principal centro Tiwanaku en el área de Puno fue la Isla Esteves (Núñez y Paredes 1978). La isla está en la parte N. de la bahía, a menos de 1 km. de tierra firme. En la década de 1970 la isla fué parcialmente demolida para construir un hotel de turistas. En ésa época, Mario Núñez [Mendiguri] supervisó un breve esfuerzo de rescate arqueológico en la isla. Su trabajo reveló una gran área con arquitectura doméstica a lo largo de terrazas en el lado occidental de la isla, en dirección a la ciudad de Puno. También descubrió ofrendas de camélidos [llamas y/o alpacas], extensas zonas de basurales, una línea de nichos subterráneos de almacenaje, entierros, canales y grandes vasos de cerámica para almacenaje” (Stanish 2003, p. 187).

“Trabajos recientes dirigidos por [Abel Edmundo] de la Vega y [Cecilia] Chávez [J.] han confirmado el trabajo anterior de Núñez y aclarado la naturaleza del área doméstica. El sitio de Isla Esteves cubría al menos 10 hectáreas, y hay evidencia de arquitectura corporativa [o religioso/administrativa]. Las excavasiones en las áreas domésticas revelaron una cerámica de alta calidad asociada con áreas de habitación muy bien construídas. Éstas estructuras se hallaban directamente debajo de un área baja y plana sobre la cresta de una colina que pudo haber sido un área de Kalasasaya [como el templo principal en el la capital de Tiwanaku]. Ésto se infiere por la topografía plana que era visible antes de la construcción del hotel, y que parecía ser parcialmente artificial; de ser así, encajaría con el patrón de construcción de los sitios Tiwanaku” (Stanish 2003, p. 187).

“En los últimos años, varios sitios adicionales han sido localizados en el área de Puno. El mayor de éstos se ubica directamente frente a la Isla Esteves, cruzando el lago. Huajje es un promotorio muy grande, construído posiblemnte en forma de una “U” muy larga. El promontorio del lado E. del sitio es mayormente una construcción artificial construída con tres plataformas, una encima de la otra. La plataforma superior tiene lo que parece ser un área hundida, de aproximadamente 20 x 20 mts. de tamaño. La cara E. del sitio, hacia la vía del tren, tiene casi 400 mts. de longitud. El sitio tiene entre 100 y 150 mts. de ancho, lo que significa entre 4 y 6 hectáreas de tamaño. El sitio tiene abundante cerámica Tiwanaku que es de una manufactura extremadamente fina. Algunos de los fragmentos bien pudieron haber sido importaciones [provenientes de la capital Tiwanaku]” (Stanish 2003, p. 187).

“Hay pequeños sitios Tiwanaku ubicados al sur de Puno cerca de la carretera, así como en los cerros que rodean la ciudad. Hay también sitios Tiwanaku inmediatamente al N. del área de Esteves, a lo largo de las colinas que delimitan la pampa adyacente al lago. El sitio de Chuchuparqui está sobre el camino al N. de la Isla Esteves, a lo largo del cerro adyacente a la vía del tren y el borde del lago; es un modesto sitio doméstico en una colina aterrazada, de aproximadamente 3 ó 4 hectáreas de tamaño. Toclomara se ubica en la curva del mismo camino que pasa por Chuchuparqui. Es un sitio de terraza doméstica con varias ocupaciones [de distintas culturas arqueológicas prehispánicas], incluyendo una ocupación Tiwanaku importante de al menos 3 hectáreas de tamaño” (Stanish 2003, p. 187).

“Por encima de Puno, sobre el camino moderno (y presumiblemente antiguo también) hacia el Valle de Moquegua, está el sitio de Punanave, descubierto inicialmente por Mario Núñez [Mendiguri]. El lugar es enorme, con una muy densa distribución de artefactos en su superficie. Punanave es en realidad una serie de terrazas domésticas que cubren un área de quizás 12 o más hectáreas. Hay abundantes restos de basalto y otros materiales de piedra (trabajados, sin trabajar y desechos) sobre la superficie. Las densidades de fragmentos de cerámica son bastente altas, y hay también piezas de metal de cobre sin trabajar en la superficie. El sitio es enorme para los estándares de las provincias del [reino] Tiwanaku, aunque no hay evidence en la superfice de arquitectura corporativa [o religioso/administrativa]. La mejor interpretación del sitio es que fué un sitio doméstico significativo con evidencia de producción lítica especializada. Es un conglomerado de residencias domésticas sin evidencia de arquitectura de élite, ritual, o de cualquier otro tipo de arquitectura no-doméstica” (Stanish 2003, p. 187).

“En suma, el área de la Bahía de Puno está repleta de sitios Tiwanaku. Esta área fué un asentamiento y un enclave Tiwanaku, con el sitio de Isla Esteves como el principal centro regional. Los sitios Tiwanaku estan asociados con campos elevados [camellones, waru-waru, jake kolli] al N. del área de la bahía propiamente dicha, y es probable que las orillas cerca de Puno también tuvieran esas construcciones agrícolas intensivas. La misma ciudad de Puno está sobre el camino Inca de Urqusuyu, y hubo un extenso asentamiento Tiwanaku en la ciudad actual. El enclave Tiwanaku en la Bahía de Puno es, en efecto, el más grande y más poblado de los enclaves Tiwanaku descubiertos hasta hoy en el N. de la Cuenca del Titicaca” (Stanish 2003, p. 188).

Referencias:
- John Hyslop (1976) “An Archaeological Investigation of the Lupaca Kingdom and Its Origins”. Tesis doctoral, Departamento de Antropología, Columbia University (Nueva York).
- Mario Núñez Mendiguri (1977) “Informe: Trabajos arqueológicos en la Isla Esteves”. INC, Puno. Mimeo.
- Mario Núñez Mendiguri y Rolando Paredes (1978) “Estévez: Un sitio de ocupación Tiwanaku”. En: Ramiro Matos, ed., III Congreso Peruano del Hombre y la Cultura Andina (Lima), t. 2, pp. 757-764.

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• Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 37 (Octubre-Noviembre 2008), pp. 16-17.

• Ver: http://www.ser.org.pe/index.php?option=com_remository&op=ListarDocumentos&id=4&inicio=0

miércoles, 25 de junio de 2008

Peru: Tradiciones Inventadas (Junio 2008)

Fiesta en el Imperio del Perú

Se celebró ayer el Inti Raymi en el Cusco y Festival de San Juan en la selva. Al Inti Raymi acudieron 50 mil personas. Hubo desorden y limitaciones. En la selva, a pesar de la lluvia, celebraron el Festival de San Juan.

"La República", Lima, miércoles 25 de junio de 2008
Por Flor Huilca y Consuelo Alonzo.

Con la voz pausada el Inca pidió la paz para su pueblo, la unidad y felicidad. Su voz se quebró por momentos mientras miraba a su padre el Sol y se dirigía a sus súbditos para pedirles que cesen las envidias y las peleas y les invocaba que regresen a su pueblo con la buena nueva de la Fiesta del Sol.

Así se vivió ayer en el complejo arqueológico de Sacsayhuamán el Inti Raymi, que estuvo caracterizado por el desorden y las limitaciones para que la población pueda apreciar esta celebración inca.

La fiesta se inició a las 10 am. al interior de la iglesia de Santo Domingo donde antiguamente quedaba el Koricancha. Allí el Inca y su séquito imperial expresaron su saludo al Sol con mucha reverencia.

A LA PLAZA DE ARMAS

Del Koricancha todos desfilaron en procesión hasta la Plaza de Armas, donde los soldados de los cuatro suyos habían tomado sus emplazamientos.

El silencio sepulcral precedió a la llegada del Inca. El Sinchi, el general de confianza, avanzó ordenando que todos salgan del camino por donde pasaría el Monarca que este año fue interpretado por el actor y cantante Nivardo Carrillo, de 42 años.

Esta vez las noticias no fueron del todo buenas. El general Atoq, el Señor del Kuntisuyo, informó que las cosechas se han malogrado por las lluvias y los granizos pero que han logrado recuperarse.

El Inca se muestra preocupado porque su padre, el Sol, no les ha dado toda la prosperidad y ordena que se haga la ceremonia de la chicha. Seguidamente viene la ceremonia del fuego. Dicen los cronistas que en la época de los Incas se mandaba a apagar el fuego de todo el imperio antes del Inti Raymi, día en el cual el Inca encendía un nuevo fuego que era enviado a los confines del imperio.

El sacrificio de la llama es la ceremonia final en homenaje al Sol. En el corazón del animal, donde se preverá lo que depara el destino para su imperio. Las predicciones son favorables. "El Sol nos regala larga vida y protección" Que así sea.

DESORDEN Y DESBORDES

A la escenificación de la fiesta del Sol asistieron más de 50 mil personas, de las cuales solo 390 pudieron acceder a una butaca cuyo precio es de 90 dólares. El resto, en su totalidad cusqueños, tuvo que presenciar la escenificación desde un cerro al costado de la carretera.

Este hecho motivó que la multitud desbordara los controles de seguridad establecidos por el INC en el cerro Suchuna, que este año estuvo prohibido para el acceso al público. A punta de empujones, la población tomó prácticamente el cerro para apreciar la celebración.

PAGO A LA TIERRA EN LIMA

Mientras tanto en Lima, cinco Yatiris o sacerdotes andinos elevaban sus mejores rezos y plegarias a la Pachamama, para solicitar en el Día del Campesino que las cosechas de este año sean las mejores.

Lidia Cortez, organizadora de la exposición que los productores andinos realizan en el Campo de Marte, sostuvo que todo lo hacen en agradecimiento a Dios, a la Madre Tierra y a los Apus más grandes, que han sido tan generosos con ellos. Por eso le entregaron los mejores dulces, canela, manzanas, papa, chuño, habas, el feto de una llama, hojas de coca y flores para que todo florezca con bien.

Y es que la cobija también lleva El Quinto, que no es otra cosa que los devotos pedidos de los campesinos. Tres hojitas de coca, sumergidas en un dulce vino, se convierten en un deseo, que solo se sabrá si fue aceptado por los altísimos cuando los Yatiris lean las cenizas de lo que se ofrendó.

El fuego comienza a arder. Después del "challado" (arrojar vino al suelo como señal de agradecimiento), los presentes se dan efusivos abrazos de la Buena hora. Las cenizas se vislumbran blancas. Es señal de que la Pachamama recibió con gozo la ofrenda, de que las cosechas que se vienen serán buenas y de que los deseos serán cumplidos. El pago cumplió su objetivo.


Más de 15 mil personas en la fiesta de San Juan

1) Las precipitaciones registradas en la selva del país no detuvieron las celebraciones de miles de personas durante el día central de la fiesta de San Juan, que se celebró ayer como cada año en la amazonía peruana. En Loreto, San Martín y Ucayali arribaron más de quince mil turistas con motivo de la festividad.

2) Siguiendo la costumbre, pobladores y visitantes se volcaron hacia los principales balnearios selváticos para degustar el tradicional juane y disfrutar de espectáculos costumbristas de música y danza en honor al apóstol San Juan.

3) Pese a las lluvias registradas en las últimas horas en Iquitos, gran cantidad de personas se trasladó al distrito de San Juan Bautista, donde se concentraron las actividades de la fiesta todo el día.

4) En Pucallpa numerosos pobladores y empresas expendieron sus productos en más de 70 stands, algunos de ellos al aire libre o en el campo ferial de dicha ciudad.

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• Tomado de: http://www.larepublica.com.pe/content/view/228493/592/

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CUSCO FUE NUEVAMENTE UNA FIESTA

Más de 20 mil presenciaron escenificación del Inti Raymi

Turistas pagaron US$90 por asegurar un sitio para apreciar la fiesta del dios Sol. Multitud logró abarrotar el Parque Arqueológico de Sacsahuamán

"El Comercio", Lima, miércoles 25 de junio de 2008

El Inti Raymi o Fiesta del Sol, que se celebra con ocasión del solsticio de invierno, congregó ayer a más de veinte mil personas en el Parque Arqueológico de Sacsahuamán. Unas tres mil instaladas en butacas, por las que pagaron US$90, junto al público cusqueño que se situó en el cerro Yaullipata, observaron a los 550 artistas que representaron a los guerreros incas del Antisuyo, Contisuyo, Chinchaysuyo y Collasuyo y rindieron homenaje al dios Sol.

La apoteósica fiesta, que fuera suprimida por la Iglesia Católica tras la conquista de los españoles y recuperada recién en el siglo XX, se inició ayer después de las 9:00 a.m. en el Coricancha.

El inca, representado por el actor Nivardo Carrillo, quien volvió a desempeñar este papel después de siete años, partió rumbo a la Plaza de Armas del Cusco.

En dicho escenario se representó el encuentro en dos tiempos: una escena en la que se entrega el ayllu a la autoridad máxima de la ciudad, que esta vez recayó en el regidor Mariano Baca.

VALIÓ LA PENA EL ESFUERZO

Con el aviso de los pututos, el elenco inició su traslado hacia la explanada de Sacsahuamán para realizar la ceremonia central. Entre ovaciones y aplausos, por parte del público situado en las escaleras de la catedral y en los balcones de los comercios aledaños, el inca abandonó la plaza.

Una procesión de turistas, cusqueños y comerciantes subió hasta el parque arqueológico. Al llegar, un grupo de visitantes que contaban con sus entradas, se topó con una barrera policial que le impidió el ingreso durante más de treinta minutos por orden de la Empresa Municipal de Festejos del Cusco, según se argumentó. El incidente fue superado y la fiesta continuó.

El ingreso de los músicos y danzantes, que aparecían entre las piedras, dejó anonadado al público que aún se acomodaba en las butacas para disfrutar el espectáculo. Los tres meses de preparación del grupo actoral, organizado por el Centro Qosqo de Arte Nativo, valieron la pena, pues el despliegue escénico dejó a todos satisfechos.

EL MÁS CELEBRADO

La mayor atención se la llevó el sacrificio de la llama. Si bien, desde hace algunos años solo se simula la muerte del animal, los ojos del público no se despegaron de la escena.

La ceremonia se clausuró a las 4:00 de la tarde, pero el inca nuevamente deleitó a la población, que no dejaba de animarlo, tomarle fotos y venerarlo.

Iquitos bailó con San Juan

Ni la fuerte lluvia que cayó el último domingo por la noche impidió que miles de personas se congregaran en la plaza José Abelardo Quiñones de la ciudad de Iquitos para celebrar la tradicional fiesta de San Juan.

El 23 por la noche, unas diez mil personas se congregaron en la llamada plaza roja para apreciar el desfile de artistas, el que fue suspendido momentáneamente a las cero horas del día 24 para dar paso a los fuegos artificiales. Tras el espectáculo de luces, siguieron los artistas y luego, para sorpresa del público, apareció sobre el escenario la cantante folclórica Dina Páucar.

Con la salida del sol en el día central, la población optó por ir a las orillas de los ríos, donde se saborearon los tradicionales y ricos juanes, entre otros platos de la región. Así se vivió la fiesta de San Juan en toda la selva.

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• Tomado de: http://www.elcomercio.com.pe/edicionimpresa/Html/2008-06-25/mas-20-mil-presenciaron-escenificacion-inti-raymi.html

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